La obra de Pablo García Baena, por su brillantez y riqueza expresiva, se nos presenta como un lujo insólito en la menesterosa y átona grisura de la poesía española de postguerra, con la noble excepción de los dos grandes maestros, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, que en 1944 habían ya publicado sus respectivos Sombra del paraíso e Hijos de la ira. Su poesía revestirá una personalísima singularidad por el barroco caudal de sus imágenes y un ennoblecimiento estético de la realidad cotidiana gracias a esa suntuosidad de su estilo, de modo que su lírica será, a la vez, experiencial y concreta, pero sublimada por una mirada líricamente excepcional. Nuestro poeta contempla el mundo, su pequeño mundo cordobés cotidiano, y lo eleva a una dimensión casi mágica, pero sin perder su sabor a realidad vivida.

La suya es una elegíaca lírica de la memoria, pero nada evanescente sino de muy carnales cualidades; una lírica llena de emociones, de sensaciones y cosas concretas, de las cosas, olores, perfiles, texturas, colores y sabores de su niñez y adolescencia, de la Córdoba de su infancia y juventud, que el poeta intenta redimir del olvido y de la destrucción por esa capacidad fundante de la palabra poética, de su estilo inconfundible. Léanse sus antológicos El puesto de leche y La calle de Armas. Se trata de una Córdoba, o del paraíso de su infancia, mitificados por la poesía y el recuerdo, pero una feliz arcadia cordobesa nada imaginativa ni irreal, y menos fantasmagórica, sino vívida y palpitante. Su Córdoba es la concreta de aquellos años, sencilla, hermosa y apacible, también humilde, pero sublimada por la virtud taumatúrgica de la palabra paulina.

Pablo cantará la paradisíaca inocencia de aquel tiempo de huertos, patios, callejas y mercados, en donde el niño asombrado va descubriendo el cotidiano esplendor de la vida en las cosas más sencillas y modestas que le rodean. Luego, las iniciales experiencias del amor adolescente podrán turbar el pacífico clima de aquel tiempo, así como posteriormente lo hará el inapelable paso de los años con su cortejo de pérdidas y destrucciones de toda índole.

El período comprendido entre 1945 y 1953, es decir desde los 22 hasta los 30 años, es también su primera época de máxima creación, y en la que escribe la mayor parte de su obra, hasta que con su nuevo libro Antes que el tiempo acabe inicie una segunda etapa de gran madurez vital y literaria, de vuelta a la poesía, que culminará con un definitivo poemario de senectute, Los Campos Elíseos.

EDÉN CORDOBÉS

Toda la cosmovisión poética de García Baena se halla espacialmente fundamentada en el ámbito urbano y geográfico cordobés, sin que por ello su obra adolezca de localismo alguno, en el sentido empequeñecedor y folclorizante que a dicha expresión suele atribuírsele.

Al enfrentarnos, libro tras libro, al conjunto de su obra, asistimos a la bella y demorada construcción de un íntimo y recoleto paraíso mítico, un íntimo paraíso ajeno a las cósmicas proporciones que Vicente Aleixandre recuerda desde la «sombra» de la pérdida del suyo malacitano, pero que para el poeta cordobés se ofrece con idéntica pureza, aunque de manera más próxima y transitable, y dotado de contornos más fácilmente reconocibles, más inmediatos, entrañables y familiares, más realistas y concretos también; un paraíso casi doméstico cuyas plazas, iglesias, conventos, callejas y rincones (calle de Armas, San Andrés, San Pedro, San Cayetano…) conservan muy emocionadamente en la memoria, los nombres y apelativos de nuestro nomenclátor urbano («Muro de la Misericordia, Alcázar Viejo,/ Plaza de los Aguayos, Piedra Escrita,/ Tesoro, Hoguera, Cidros, Mucho Trigo»), que el poeta se complace en desgranar casi religiosamente, como las cuentas de un rosario, junto al sabor cotidiano y eminentemente popular de los viejos oficios y profesiones ya desaparecidos. Un edén recordado desde su pérdida y del que, en la sublimación de sus contornos, se ha desterrado todo lo feo, impuro o desagradable que pudiera amenazar la cristalización de dicho paraíso; incluso se ha omitido también algo tan acuciante e inesquivable como el recuerdo de la guerra, que contemplara, entre aterrorizado y atónito, este adolescente, y a la que lógicamente no hay alusión alguna hasta sus últimos versos. Algo semejante ocurre con los otros poetas del grupo, con la emotiva excepción de Bernier, que sí tiene impresionantes poemas con relación a nuestro conflicto civil y su repercusión posterior de represión y miseria.

Hímnica en ocasiones, como en su libro Junio, aunque consustancialmente elegíaca, ante todo, la poesía de García Baena es una poesía de exilio, mas no de un exilio espacial sino temporal, exilio de esa patria mítica en la que el poeta transfigura su infancia y primera adolescencia por las calles de Córdoba, y que luego él intenta recuperar o salvar de las ruinas del olvido por medio de esa capacidad fundacional de su lenguaje poético. Así en La Huerta de la Cruz o La calle de Armas, poemas que marcan la plenitud edénica de la infancia. Edén provinciano por el que también, e intemporalmente, transitan y juegan (como lo hiciera ese otro «antiguo muchacho» Pablo García Baena), «los santos niños Acisclo y Victoria» en las fuentes cercanas a su casa, entre la cal, las columnas, el mármol y los templos de una Córdoba que en algunas composiciones se nos presenta como atemporal y eterna, aunque real, casi un arquetipo platónico de lo cordobés, investido para la ocasión de un lenguaje lujoso de estirpe gongorina.

Pero hagamos constar enseguida que ese lenguaje, si noble y prestigioso, nunca es grandilocuente ni enfático; ese es uno de sus grandes aciertos: expresar con hermosas palabras y metáforas una realidad cotidiana y modesta en su belleza profunda, para tantos desapercibida, y entonarla con un deje tembloroso en la voz que (a pesar de ese recamado lenguaje, que tanto nos trae el recuerdo del de Gabriel Miró y sus liturgias verbales) viene a sonarnos como algo próximo y familiar, en toda su concreta y entrañable «realidad de verdad».

SENECTUD Y RENOVACIÓN

Todos sabemos la decisiva significación que la pintura y las artes tuvieron en una personalidad tan constitutivamente estética como Pablo. Y particularmente la pintura y la música, y muy en concreto la música sacra. Los Campos Elíseos se abren con un poema memorable, «El concierto», en el que asimila la condición de la poesía a la de la música. Pero es en Cuadros de una exposición donde podemos valorar la finura interpretativa del poeta para el mundo mágico de la plástica. Valga el ejemplo de esas «goteantes lilas pintadas» de la Frick Collection, que suscitan en su memoria unos hondos y perdidos perfumes de otro tiempo, revividos al conjuro del color: «No eran las que compraba/ mi madre, recién alba,/ en el huerto de Cobos./ Mas olían a infancia y a pupitre,/ abriendo alguna puerta/ a ese país secreto, amargo y dulce», y que son los mismos perfumes que sustentaran sus íntimas evocaciones de tantos poemas de Antiguo muchacho.

Su amor por la pintura puede explayarse igualmente en la gozosa y sabia contemplación de la Eva, de Lucas Cranach, o en un anónimo del siglo XVI (Virgen con cesto de frutas), en el que vemos aflorar el hondo fervor mariano de este poeta que, en la espléndida tradición del arte barroco, sabe ser, a la vez, pagano y cristiano, sin traicionar ninguna de sus sensibilidades, o bien en la hermosura de «ese fondo católico y sombrío/ ante el que brotan, lirio azul, los niños…» de «Un cuadro de Antonio del Castillo», denso poema en el que el autor recuerda sensualmente la belleza del mundo, uncida al «dulce y triste peso de la culpa» de sus lejanos días adolescentes.

Otra ékfrasis acabada -poema inspirado en un determinado objeto artístico- es el memorable Taza de agua y rosa sobre bandeja, de Francisco de Zurbarán, en el que vuelve a aflorar esa sensual sensibilidad monástica, labrada de fervor y renunciamiento, que palpita en tantos de sus poemas de su libro Óleo, e incluso en sus momentos de mayor abandono al mundo urgente de los sentidos. Pasando a aspectos de no menor gravedad y hondura, el poema Retrato y patria nos ofrece un sobrecogedor homenaje, por la recatada ternura de la emoción y la palabra, a las víctimas anónimas de nuestros sangrientos conflictos nacionales. Una añeja fotografía en sepia desencadena en el contemplativo una serie de dolientes y desventuradas evocaciones, que han perdido ya todo su oropel o cualquier clase de resonancia épica o gloriosa. Se arriaron las banderas, se apagaron los clarines, enterraron a los muertos, y al final sólo queda de tanta vanagloria e insensato orgullo el retrato de una madre que, a su vez, acoge entre sus brazos el retrato de su hijo, perdido en alguna de esas tristes malandanzas noventayochistas, y que podemos entender como una especie de humilde y laica pietà en verso, a partir de una amarillenta fotografía familiar.

De nuevo, es un objeto artístico, una segunda realidad que a su vez acoge a una tercera -la foto del hijo entre las manos maternales-, una vieja iconografía, la que desata un caudal de convincentes y conmovedoras emociones que traspasan la página y con las que nos identificamos. Supremo don de la poesía.

En otros poemas de esta índole, como El coche de punto, sobre el que el poeta proyecta todo el tardorromanticismo parisién de los «folletines de Karr o Montepin», la palabra se ahonda e inviste de un estoico ademán meditativo por parte de quien espera, sin alzar la voz, la fatídica y postrera visitante definitiva que detendrá su carruaje a nuestra puerta, ya cuando el tiempo acabe.

Estamos en el Contrapunto a la ambivalente fiesta del vivir, y el libro concluye con una sección, Oratorio, en la que nuestro poeta, ante el irrebatible muro de las sombras finales, revive la sincera religiosidad de su inspiración en intensos y heridores poemas como Gran Vía, o el hermoso himno final Arca de lágrimas, en el que reflorece su nunca desmentida devoción mariana con un nuevo y solemne tratamiento expresivo de la emoción religiosa, de la que no está ausente, por otra parte, la denuncia implícita de trágicos episodios de nuestra historia: «Otra vez los tambores anuncian la ejecución/ junto a la tapia blanca…». Y la Madre del Hijo del Hombre se constituye en madre dolorosa de toda una humanidad sacrificada injustamente.

La irrupción de la guerra

Pero Pablo, como Ginés, como Juan (quien tuvo que refugiarse en una vivienda deshabitada para pasar desapercibido los primeros días de la sublevación), mientras eran sumariamente ejecutados gran número de sus compañeros de tertulia, y que veía pasar diariamente -según me confesara- desde su angosto refugio las juveniles siluetas de Pablo y de Ginés (éste último ya trágicamente enlutado por las trágicas consecuencias de la represión), ninguno de ellos pudo hurtarse al dramático sino de los tiempos que les tocara vivir. Y todo ello aflorará, años después, en los últimos versos de García Baena, así como la sangre, la sangre de los mártires, resbala por los mármoles romanos de sus primeros versos, una sangre que es la de esos primeros cristianos a los que hace explícita referencia, pero que también puede ser entendida como la que enrojecía en las mañanas de agosto las tapias lívidas de los cementerios de Nuestra Señora de la Salud y de San Rafael, aquellos días en los que el prometedor poeta José María Alvariño, nacido en 1911 y de la misma edad que Bernier, impresor y amigo de Lorca, como tantos otros, también caía acribillado en una de las cunetas de la carretera de Sevilla, en las proximidades de Córdoba. 

Algo de ese clima de horror y sufrimiento es lo que pretendí plasmar en la siguiente estampa, gracias a las manifestaciones directas de Juan al respecto, y en homenaje a nuestro poeta centenario: «Como un nuevo Prudencio cordobés, Rafael Pablo/ cantando un himno está para Acisclo y Victoria/ en la Córdoba umbría de los años cuarenta,/ que ha visto tanta sangre juvenil en sus muros;/ y en sus versos la gota martirial de una lágrima,/ como un rubí cayendo despeñado en los siglos,/ deja sobre la página, cual cordero en el mármol,/ la sangre espesa y cálida del dolor gratuito.// Otra vez, como siempre, como otras tantas veces,/ morían los inocentes contra los blancos muros/ ornados de cipreses. San Rafael tendía/ sus alas familiares como un sudario triste,/ y la Salud su manto, en un abrazo inmenso/ de piedad por sus hijos, los vivos y los muertos.// Detrás de los disparos, en la noche angustiada/ Juan Bernier escuchaba el silencio del mundo». 

El innato tono elegíaco de la poesía de Baena se quebrará en su cuarto poemario, ‘Junio’, exaltación de las fuerzas primarias y elementales del impulso erótico, en el seno de una Naturaleza pletórica bajo el sol del verano; una Naturaleza radiante y sensual, que nuevamente viene a operar como trasunto o correlato objetivo de las instintivas exigencias del protagonista y la restallante fuerza de la pasión. Así como ciertas metáforas culturales o urbanas -correlativas de la conciencia de finitud y paulatino aniquilamiento personal- son asimismo espejos -Delfos, Venecia, Córdoba- en cuya suntuosa desolación el poeta posa estoicamente sus ojos y parece reflejarse en una especie de fraternal y melancólico reconocimiento «antes que el tiempo acabe».