Juan Manuel Gil (Almería, 1979) nos propone una nueva novela, Trigo limpio (2021), para que nos adentremos en un relato contado por un narrador que podría ser visto como un trasunto del propio almeriense, o tal vez no. Su punto de partida es bastante significativo: un niño salta a una pista de aterrizaje tras una pelota, y la voz que lleva al lector a seguir leyendo las siguientes páginas del libro nos habla de lo que le sucedió en el barrio de El Alquián, Almería, cuando en los años noventa se aprobó la ampliación de las pistas del cercano aeropuerto. Pese a que puede haber tomado alguna referencia de la realidad, de su infancia, el autor admite que no ha querido realizar ningún tipo de ejercicio de nostalgia. Quizá subraya que la infancia está muy ligada a la nostalgia y con un ojo que hace que incurramos en la idealización, y siempre resulta mejor interesarse por otros valores de la literatura como la mala leche, el cinismo, la escala de grises que conforman parte de nuestra vida pasada, es decir, lo que no está mezclado, lo que no es trigo limpio en literatura, por eso el autor se aleja de la nostalgia, como algo que no resulta verosímil.

Trigo limpio es una nueva historia que, una vez más, constata cómo una mirada hacia atrás nos supone que, como lectores curiosos, descubramos cuándo la memoria se convierte en materia para una ficción condicionada por un singular punto de vista, del que en ocasiones nos costaría desprendernos porque ordenar esa especie de puzzle de vida implicaría que volviéramos a disponer de todas las piezas posibles para colocarlas de nuevo sobre un tablero, para reordenar las historias que confluyen en un puñado de recuerdos y anécdotas. Esta es una novela que incide plenamente en esa literatura que aúna la libre imaginación con la teoría bastante ironizada sobre la urdimbre retórica de cuanto se fabula y, desde la voz narrativa del presente, evoca un incidente de aparente banalidad: principios de los noventa, un niño tras una pelota, y la incursión de ambos en la pista de aterrizaje de un aeropuerto en obras, imprudencia que le llevará al cuartelillo de la Guardia Civil para aclarar el suceso; ahí conocerá a un curioso personaje, Huáscar, al que deben validar su pasaporte. Mientras ambos esperan la resolución de sus asuntos se intercambiarán jugosas historias y vivencias en un diálogo plagado de un rico y estimulante anecdotario, equívocos y acontecimientos varios, y será con el paso de los años Simón, ese amigo que un día desapareció del barrio, quien inducirá al joven a escribir sobre cómo esa circunstancia cambió sus vidas.

En esta novela su autor insiste y vuelve a algunos de sus temas y recursos habituales, que presenta ahora en un proyecto bastante más ambicioso y que se sitúa en el punto exacto entre la absoluta exigencia literaria y ese devenir popular a que debería estar sometido el texto de Juan Manuel Gil, un relato escrito en una primera persona que cede abundante espacio a diálogos rápidos, jocosos, vivaces e inteligentes, y nos va enredando en la historia de un escritor a quien un amigo de la infancia ha invitado a recrear en una ficción aquellos años en su barrio que, de pronto, se vio invadido por la ampliación del aeropuerto cercano y sus días se vieron alimentados por gamberradas de las que no siempre salían ilesos, y fue así cómo esa energía que vertebra el mundo de la fantasía infantil aportaría a sus vidas la suficiente manifestación de un futuro distinto para algunos de ellos.

Trigo limpio va multiplicando los planos de su historia, y destaca por una rigurosa estructura en su desarrollo. Se inspira en ese principio que, para el lector, puede traducirse en sobrecogerse ante lo que va a pasar en la propia novela, y la sensación de que, si supiera lo que va a suceder en las siguientes páginas, o en la última del libro, ese asombro desaparecería totalmente, porque ese entramado de planos no está hecho de una manera deliberada sino orgánica, lo que no implica que haya un trabajo de ajuste, como por ejemplo una mirada irónica a uno de los géneros que durante los últimos años más espacio ha ocupado en la narrativa reciente, la autoficción que, según Juan Manuel Gil, es un proceso muy antiguo y que, salvando unas distancias muy grandes, ya lo hiciera Cervantes en el Quijote, es decir, escribir una parodia de la autoficción haciendo uso de esa misma autoficción. En el caso de Trigo limpio, será el propio autor quien se parodia y quien se divierte consigo mismo, suponiendo que sea el narrador del libro, quizá porque no se toma en serio la vida y con su prosa se aleja de esa emoción de solemnidad en la literatura que suena como algo hueco o bajo una armadura de la cual no se sabe si hay alguien dentro. Y, sin duda, porque Gil ha sabido echar mano de un curioso término, pasadizos, que cruzan los amigos en su barrio, como los literarios para que el autor nos hable de las conexiones entre lecturas, pasajes de libros identificados, o con ciertas curvaturas de una realidad muy apropiada para describir esa naturaleza intrincada e interconectada de textos y experiencias.

Y así se convierte en una novela ágil y divertida que no deja de interesar al lector, que pretende saber más de unos chavales de barrio que parecen sacados de un relato juvenil, en busca de aventuras y haciendo trastadas, inventando desafíos entre colegas y protagonizando algunos dramas ocultos al borde de una adolescencia que se mantenía olvidada en esa penumbra que proporcionaba aquella vida doméstica, en un barrio y en una pequeña ciudad. Aunque un lector cauto aceptará sus trampas porque son esas mismas las que nos tiende a nosotros la memoria, nos hace comprender a los personajes, y lo pasamos bien con esos diálogos coloquiales y envarados que parecen de aquel otro tiempo.