Con este libro Antonio Quintana recupera su voz, la de El ojo único del unicornio o Tirar el pájaro a la piedra. Ya José Hierro escribió que su poesía contiene tres registros: la de la fantasía o sorpresa infantil; la de la elegía y el amor; y la greco-andaluza. Registros que aquí se mezclan e interrelacionan. Quintana tuvo la suerte de conocer y relacionarse con grandes poetas y pintores, pues cuando con dieciséis años marchó a Madrid era consciente de su afición por la pintura, pero en el trayecto descubrió la poesía. Amigo y contertulio de Francisco Brines, José Hierro, Claudio Rodríguez, Ángel González o Francisco Nieva, él es el más joven de todos, inspirado y alentado por los nuevos aires de transición en aquellos últimos años de la dictadura.

En su madurez volvió a vivir en Iznájar, su pueblo, o más bien en el campo, y allí ha colaborado en múltiples proyectos, literarios y pictóricos, con una sala de exposiciones en el castillo, que lleva su nombre. Sobre todo ha contribuido al estudio y recreación del folclore y el paisaje iznajeño, y ha impartido talleres de dibujo, costumbres, tradiciones, literatura oral… Y además pintó el camarín de la Virgen de la Piedad, con la leyenda de Aldonza y el ángel que le mostró el lugar de la imagen, además de representar en los murales a personas y personajes del lugar.

Durante su estancia madrileña ilustró poemas del nobel Vicente Aleixandre, asistió a las clases de Carlos Bousoño en la universidad, y pintó con diversas técnicas en el taller del santanderino Antonio Quirós. El hecho de que Antonio Quintana sea un pintor-poeta o poeta-pintor hace que su poesía suene, de un lado, viva y directa, y de otro, surrealista y onírica. Pero lo que caracteriza a este poemario es la frescura, el desenfado del lenguaje, un certero aterrizaje en el tiempo presente, con su presencia de redes sociales, copas y brindis impregnados de ironía, de quiebros y alardes sorprendidos, caminos de ida y vuelta del amor a las lágrimas, de la esperanza al desplante. Adobado con guiños a un cierto argot coloquial, de procedencia tan rural como urbana, que podrá reconocer cualquier lector. Es el enamoramiento que eleva y nos devuelve al pasado, a un tiempo de belleza, ensoñación y quimera. «El amor no es un camino de hadas con estanques/ y flores en la orilla. (…) El verdadero amor es como si un rayo te partiera/ las entrañas y te dejara clavado en mitad del patio,/ en medio de la calle…». Elevación y éxtasis que no prescinde de momentos de sensatez: «El verdadero amor no vuelve dioses a los hombres,/ los convierte en piltrafas, en muñecos animados/ sin voluntad ni cordura». Avezado en penas de amor, el sujeto las precisa en sus rasgos: «Estoy triste y a veces lloro a cántaros». O «Nunca en amor estuve tan oscuro». Finalmente, y a pesar de la dicha, el día a día se entrevera de penas y congojas, pero el hablante no se demora en ellas, da el triple salto mortal y aterriza en la realidad, para conjurarla o para hacerle frente. Como en la vida, como en las sesiones de payasos o clowns, continuamente se pasa de la risa al llanto. «No eres tú quien incendia mis versos,/ aunque lo cierto es que tienen tu mismo perfil/ equívoco y obcecado./ …Verás, necesitaba un duende de agua dulce,/ un fantasmilla que me tolere y me comprenda,/ me saque de este pozo en que deliro… (…) ¡No te ofendas maestro!/ Pero el aceite que gotea es sólo mío/ y tú, de esa materia, a pesar tuyo/ parece que no entiendes».

Juegos de identidad, yo, tú, el otro, hacen del conjunto una serie que puede leerse como un juego de contrarios, lo que nos remite al tiempo de la adolescencia, en que tan cercana o prolongadamente se pasa de la risa al llanto y viceversa. «Y es que quien escribe estos versos/ no soy yo sino otro,/ ese que siempre canta» (pág. 50). De la exaltación al lamento plañidero, levantarse y caer, ascensión y locura. Y ahora, además, a un tiempo-espacio de pandemia donde el yo poético se expresa exiliado, escindido y múltiple, de nuevo y otra vez emigrante y extranjero, ni en Madrid ni en su pueblo.

Pero, como antes, como siempre, el autor poeta sabe alentar, levantarse e intentar otra vez el comienzo, la ilusión, cómo no, el amor que inunda, ilumina y reverdece. Vida y amor, amor y vida, las dos caras de una misma, vital poética.