Probablemente sea Manuel Gahete uno de los poetas españoles en los que la filiación gongorina sea más evidente. Él encarna esa corriente de palabra lujosa y encendida, de noble cuño latinizante, en esta época de frecuente dicción un tanto átona y prosística en nuestro panorama literario. El magisterio de Góngora (1561-1627) ha sido siempre referencia obligada tanto en su escritura como en su labor ensayística. A todo ello se suma esta estimulante y bien planteada nueva antología de don Luis, A batallas de amor, ilustrada por el artista cordobés Desiderio Delgado, con un prólogo iluminador y justamente anotada, publicada por Valparaíso Ediciones, que pone a nuestro clásico cordobés al alcance del lector medio.

Góngora es el máximo creador del lenguaje poético, aprovechando la inaugural aportación renacentista italianizante de Garcilaso. Gracias a esa extraordinaria fecundación del lenguaje por parte del cordobés, Quevedo podrá escribir su importante obra satírica y su gran poesía metafísica, iniciada en algún soneto prequevedesco de don Luis. Este, valiéndose de la intensificación y profusión de una serie de recursos propios de la lírica del Renacimiento, como la metáfora, el cultismo -neologismos e hipérbatos- y las referencias mitológicas, desarrolla y culmina aquel arte descriptivo que Garcilaso -auténtico padre de la poesía española moderna- aprendió de sus antecedentes italianos, pero ennobleciéndolo y refinándolo aún más aristocráticamente si cabe. Crea así, en nuestro siglo XVII, un renovado lenguaje y un insólito universo poético por encima de la realidad, pero, curiosamente, sin despreciar de ella ni aun los elementos más vulgares o prosaicos, que él no tiene reparo en introducir en el poema, pero ennobleciéndolos por el poder metamórfico y creativo de su palabra.

Pervivencia de Góngora

El gongorismo o el cultismo -que no el peyorativo «culteranismo» con el que se le quiso condenar en su día, como al «luteranismo»- no se presenta, pues, a pesar de sus apariencias, como una radical revolución poética ni como un fenómeno estético que hubiera surgido de la nada. Lo auténticamente revolucionario para nuestra literatura lo importó felizmente Garcilaso de Italia y, gracias a su excepcional genio poético, lo aclimató a la peculiar temperatura de nuestra lengua.

Bien expresivo de todo ello es su artificiosa y artística «Égloga III», germen de todo un movimiento posterior que, pasando por Herrera, Barahona de Soto, Carrillo y Sotomayor, Góngora se encargaría de llevar prodigiosamente a sus últimas consecuencias.

La poesía del cordobés, como una lírica distintivamente andaluza, que es como se nos presenta, se constituye en base a una intensa y refinada exaltación de la belleza, del goce sensorial y de la realidad, hasta de la más vulgar y prosaica, sublimada a través del poder taumatúrgico de la palabra poética. En su poesía, eminentemente descriptiva, pero nada superficial, los objetos, tan plásticamente expuestos, cobran una extraordinaria y muy relevante dimensión, llegando a adquirir una inusitada individualidad en el texto, en una esplendorosa recreación de los mismos en virtud de ese poder bautismal, casi genesíaco y fundante, que tiene la metáfora gongorina.

Poesía material, o materialista, que rinde un culto brillante y apasionado a las sensaciones, las Soledades pueden ser entendidas como un ambicioso y exultante poema de carácter lucreciano, un nuevo De rerum natura, en el que la Naturaleza y la palabra en imagen son los auténticos protagonistas, y en el que el poder de Venus como principio creador no deja de sernos poderosamente representado e invocado en los cantos de himeneo de su segunda parte.

A la vez, este sugestivo mundo de esplendor verbal puede que también refleje un cierto barroco desengaño de la Corte y del destino político de la nación, así como una especie de compensación espiritual, a través de la construcción de una nueva y brillante realidad estética, ante una realidad sociopolítica y cotidiana insatisfactoria y opresiva como la que en los últimos años le tocara vivir al poeta.

Según el maestro Dámaso Alonso, en las Soledades, poema estrictamente plástico, descriptivo y vivencial, laten los paisajes de la sierra de Córdoba y las experiencias campestres de su autor en sus frecuentes viajes en cabalgadura por los caminos de España, en directo contacto con la Naturaleza, tanto de tierra adentro como litoral y marítima. Y siempre presente, como marca de fábrica, el poder recreador de la imagen, de la metáfora, como poderoso y originalísimo instrumento de la radiante visión y refundación verbal de la realidad. La metáfora domina todo el poema y es su principio dinámico generador. Y al faltarle generalmente el término real de la comparación, que se da por supuesto, los pájaros cantores serán «esquilas dulces de sonora pluma»; los halcones, «los raudos torbellinos de Noruega»; las islas, «paréntesis de las aguas», es decir, elementos de una nueva realidad, recién fundada por el esplendor de la palabra, al unir dos entidades aparentemente disímiles o distintas por la penetrante mirada imaginativa, o asociativa, del poeta.

Y así, hasta las cosas más elementales, más prosaicas y vulgares, aparentemente desprovistas de connotación o de posible dimensión poética (tradicionalmente hablando), adquirirán gracias a la metáfora y a esa capacidad de recreación de una nueva realidad más noble y prestigiosa, un alto valor lírico o literario, una esplendente entidad de belleza; el aceite será visto como «líquido oro», el blanco mantel, como «nieve hilada», y el gallo aparecerá irrumpiendo con su estridente nota matinal como «doméstico del sol nuncio canoro».

Sublimación verbal

La presente antología de Manuel Gahete vuelve a desplegar ante nuestros ojos esa sublimación verbal de la realidad gracias al poder casi taumatúrgico de nuestro ilustre paisano; toda una Naturaleza enaltecida por la capacidad cromática, plástica y musical del lenguaje gongorino; una Naturaleza convertida en plata, cristal, nieve, marfil, nácares, lirios y claveles, construida en base a los más nobles materiales lingüísticos.

Tras un largo período de dos siglos de incomprensión por parte de la crítica, la poética de nuestro racionero fecundará una importante etapa de la generación del 27; partiendo de la metáfora gongorina, más ciertas notas de humor y de vanguardia, Gómez de la Serna creará la «greguería» ramoniana, y de la suma de ambas Pablo Neruda modulará sus «odas elementales», en las que, por ejemplo, «la alcachofa se vistió de guerrero» o «la coliflor se dedicó a probarse faldas», ampliándonos espacios y matices de la incitante realidad de las cosas.

Aquí en Andalucía, y aún más en nuestra Córdoba, la presencia de nuestro autor será constante, tanto en la poesía como en la plástica y el recuerdo, y hasta en el teatro y en el cine. Citemos la original e innovadora obra dramática de Francisco Benítez, protagonizada eficazmente por Ricardo Luna, Góngora, sombra y fulgor de un hombre, representada en nuestro Gran Teatro en 2003, y su posterior y feliz adaptación a la pantalla, Góngora, brillante oscuridad, dirigida por Miguel Ángel Entrenas, en la que otro gran actor, Juan Carlos Villanueva, prestaba cuerpo y palabra a la ilustre sombra de don Luis.