Los nuevos paradigmas están generando el acoso sobre una humanidad que debe ser reconquistada en el poema. Así lo propone Nieves Chillón en Arborescente, un libro comprometido en una propuesta estética vigorosa en la que la palabra amplía su campo de visión. Con Arborescente crea un lenguaje poético de enorme fortaleza imaginaria y una estética personal. Este poemario transcurre desde el ámbito más íntimo y personal (con el niño como protagonista), para ampliar el círculo a la madre, la abuela…, y al mundo en general con todos los seres que son perseguidos o mueren intentando alcanzar la liberación. La profesora Nieves Chillón sabe que el humanismo del siglo XXI se construye desde la subjetividad más profunda (¿cómo vamos a amar a la humanidad si no amamos lo más cercano?) pero también desde la otredad, la alteridad y la solidaridad. El «otro» está muy presente en sus historias personales. Un compendio que organiza en tres bloques con un prólogo y un epílogo. Al mirar por su ventana particular, pero sobre todo por la simbólica ventana de su comprensión del mundo, «veo los olivos infinitos», y el movimiento del mundo, la vida, la miseria, a Mohamed y su pobreza, los rascacielos, las escuelas de comercio… lugares donde «aquí nadie mira a nadie más de dos segundos». Toda una declaración de principios. A través de la primera parte, observamos, en su ruta montañosa, la trascendencia de la maternidad, en donde la onírica imagen de los niños muertos en la nieve es una elegía triste, de abatimiento: «un niño ha muerto en la nieve// sus pequeñas huellas ya no están/ sus manos heladas ya no están/ de su mirada huida de sus brazos/ aferrados al frío/ no queda rastro». La simbología de la infancia surge en visiones oníricas donde fragmentos de la realidad se consumen en los sueños, en un espacio frío y desalentador donde la nieve y la ventisca lo ocupa todo, y el olor del niño («mi hijo huele a leche tibia») surge en un paisaje montañoso, de bosques, oquedades y abrazos rotos donde el niño es una gran metáfora de la vida: «Pequeño cuerpo ovillado/ larva blanca que tira/ de una hebra de leche/ y encuentra así su abrigo».

En la segunda parte la naturaleza se consume en el abrazo con la madre y esa voluntad que preside el título donde el árbol amplía su valor metonímico y «la sangre es arborescente y forma bosque de ramaje espeso». Muy consciente de esa fusión entre cuerpo y ser, entre sangre que crece y vida, a través de imágenes surreales que inundan un mundo de ingravidez, anestesia… y subsistencia, la vida que surge del niño y del poema: «tengo que sacarme la leche/ sacarme la poesía/ cada dos o tres días/ de lo contrario se enquista / duelen». La muerte también está presente al recordar a la abuela en ese ámbito montañoso, siempre, y la bisabuela y la defensa de un mundo sacrificado, de trabajo, dolor y humanidad rota: «Mi abuela echaba cubos de agua a la tierra/ yo echo versos a las piedras se los tragan». Y en ese mundo reconquistado, lleno de luces y sombras, la mujer adquiere un especial protagonismo: «las mujeres de aquí están tristes/ será ese cielo que se va volviendo blanco». En la tercera parte es el mar («mi cintura es un mar caliente») y el sur con sus barcos a la deriva y el desgarro, el refugio de los que huyen del mundo, náufragos que luchan en el tránsito de la madrugada, niños que son acunados, muerte por doquier en esta gran letanía de congoja: «amasan polvo y sangre… sangre nieve y yeso». Pero también la mujer vilipendiada por culturas abyectas: «la adúltera en la que esos francotiradores/ se vaciaron todos sin excepción». Que le hace concluir: «Dios ha muerto aplastado mientras dormía». Con lo que nos lleva a un epílogo muy en la línea de Eliot y su tierra baldía: «los náufragos de esta tierra baldía». Son sus personajes queridos: los niños que sufren, la madre que sirve de reclamo arborescente para seguir un camino («asumo el riesgo de injertarme en su madera») y sobre todo ese árbol que crece en su sangre de la mano de su madre, «y las suturas de mi vagina escuecen y sangran la misma sangre que vertiera al parirme».

Un poemario de gran fortaleza, plenamente consciente del mundo y sus principios y, sobre todo, inspirador por lo que hay que luchar, una humanidad construida desde los otros: «lugar inhóspito para la poesía».