Quienes en los 90 no tuvimos más remedio que enrolarnos en el fax y luego en aquellos ordenadores llamados PC, no sabíamos la que se nos venía encima en los dosmil por causa del covid-19. Tan confortables en nuestras vidas de papel y de libros, de ojos y oídos con la mesa presentadora y presidencial y el público sentado al frente, que nos trasmitía seguridad, calor y tradición.

No podía o no quería la poesía quedarse olvidada entre polvo y estantes, y así cada cenáculo organizó su particular sarao frente a las pantallas y puso de moda otras técnicas gestuales, juglarescas o performativas, que más tenían que ver con la diversión que con la cultura.

Quienes somos abuelas y abuelos tuvimos que convertirnos, sin comerlo ni beberlo, en inmigrantes frente o junto a los nativos digitales, que pueden ser tanto nuestras hijas como nuestros nietos. Y así vamos, errantes, de recuadro en recuadro, y de Zoom a Youtube o a Twitter, todo por no querer ser pasto de la otra pandemia del olvido.