M edea siempre encarnó el paradigma de las contingencias y los límites del ser humano, a través de esa figura, mitad madre-mitad maga, que asume acaso el infanticidio, no ya solo como venganza ante el agresor (Jasón, su esposo) sino, en las versiones más antiguas, como forma de inmortalizarlos, al haber sido enterrados sus hijos en el santuario de Hera. Pero Medea también nos representa a todos, que olvidamos el arte de la ramificación de nuestros actos y las pautas que encierra el vivir. Con esta obra Chantal Maillard ha creado un libro de un pesimismo consciente, de un nihilismo activo en torno al dolor y la insatisfacción ante el recorrido humano, encarnado en una viva mujer que sufre la existencia y trata de encontrar rumbos, salidas a ella. En Medea es continuadora de libros anteriores como Hilos y Cual , donde percibíamos, a través de los hilos, una traslación de un lugar a otro de nuestro consciente o de nuestro inconsciente, de nuestro miedo o de nuestra inhibición, de nuestra angustia o de nuestras ansias por transformar una euritmia no aceptada.

Organiza la materia lírica en tres libros con un preámbulo inicial donde nos habla de la patria de Medea, una historia que sitúa simbólicamente en el Mar de Alborán, su sufrimiento, su muerte. En un círculo se abre y cierra la obra con la descripción en cursiva en torno a la situación de Medea sentada en la barca, de espaldas al horizonte, anciana, soportando el pasado y los muertos («Así los muertos. Ojos vaciados. ¿De qué? De voluntad»); y la misma imagen al final, sabiendo que no hay velas («¿Las velas? No las hay. Dejó de haberlas hace tiempo. Amanece») como pérdida absoluta de toda esperanza ¿o no? La obra opera a través de fragmentos porque la existencia siempre es fragmentaria e incluso llegando al final lo sigue siendo y nos avisa de que el razonamiento en torno a ese fluir de la conciencia en torno a la existencia será permanente, no una detención, sino una respiración que fluye y se corta a cada paso. El renacido de los poemas iniciales es alguien que vuelve como un fantasma, «como hilo de saliva». En su alegorización es un renacido que vuelve entre los vivos. Que se observa y penetra en sus errores vitales. Que busca otro mundo, un modelo de vida diferente, al tiempo que una reflexión sobre sí mismo en ese mundo creado, sabiendo que «todo lo vivido fue/ una estrategia dilatada» que acaso conduzca a la nada: «Todo círculo es vicioso». Y en esa singladura, que siempre es personal, «el yo inventa sus fantasmas», a través de la tela de araña que simbólicamente va girando siempre, trata de agarrarse a nuevos impulsos que lo proyecten vitalmente. Y surge el amor, ese profundo amor de Medea hacia Jasón, pero desde el inicio es advertida: «-No hay mayor pena que el amor». En el fragmento 6, un gran poema, se encierra ese mundo, la representación de la palabra, su valor como metáfora que trasciende lo representado y se le advierte de que redimirse es vano afán. Germina entonces el hilo paradigmático: «Más corto es el camino de la araña/ que aquel de los océanos./ Más eficaz saber cortar el hilo». Se sabe presa de la inmovilidad de un círculo que avanza como en una laguna. Y cómo sus hilos comienzan a anudarse y a crecer en esa tela de araña, que al fin y al cabo es el círculo tautológico de la existencia. Le advierte que es necesario cortar el hilo y la dinámica de deseos/angustias, expectativas/decepción, mente/cuerpo. Un conjunto de antítesis que se resuelven en la paradoja del vivir siendo los hijos la versión simbólica de, acaso, una salida: «Maté a mis hijos, sí. O esa fue/ la historia que os contaron». Pero, como decíamos antes, como una restitución hacia la luz porque, cuando nacen, en realidad los hacemos «compartir la violencia/ y el miedo al saber». ¿Qué hacer? «¿Qué es lo que exhorta a seguir/ contando y dando cuenta?». Son preguntas que trata de responder. Y se replantea toda la existencia, el concepto de falsos saberes, la sabiduría y sus axiomas, pero también su acusación al género humano y la alegorización en torno a la existencia, con palabras duras, enfáticas… muy propias de una tragedia de Eurípides. El dolor de la madre ante este terrible sudario y el concepto de caída, «oficio/ de tinieblas». Cada idea es una honda en esa tela de araña que va construyendo su red en un mundo absurdo. Su tono siempre es admonitorio: amonesta, aconseja, exhorta… trata de que el lenguaje, con su impotencia para expresar, no rompa la cadena de pensamiento siempre anclado en la herida del vivir, el miedo, el dolor y sus eternos correlatos: «En este mundo ¿quiénes somos/ las víctimas y quiénes los culpables?». Es una tela de araña infernal que no se rompe nunca y genera la náusea, porque no hay verdades que sostener, ni principios que fundamenten la derrota: «No hay nada que esperar/ nada que descubrir (…)// Desengáñate:/ sólo existe el hambre/ la herida del nacimiento/ su grito». Munch está aquí en un poemario desolador que como una gran tragedia trata de definir un mundo tenebroso e inútil pero lúcido.