E l tiempo como germen de toda escritura, como tema universal que nos hace trascender lo cotidiano para acceder a un devenir esencial en la experiencia estética, es sin duda la pulsión más irrefrenable que ha impelido a lo largo de los siglos el hecho poético. Si entendemos este último como una especie de periplo homérico hacia la verdad de nuestra existencia, Antonio Rodríguez Jiménez emprende con Las escalas del tiempo (Dauro, 2020), finalista al Premio Andalucía de la Crítica, un viaje interior tan amargo como lúcido donde las clepsidras cumplen su inevitable misión.

En la primera mitad de la obra, el yo poético comienza un progreso que consta de trece poemas, configurando una gradación cronológica e íntima enumerada en títulos ordinales. Ya con el primer poema -seguido de doce fases- titulado precisamente «Las escalas el tiempo», se inaugura una introspección que confirma la voluntad de conocimiento en este progreso versiculario: «Quisiera conocer el misterio de sus niveles, acariciar los puntos que erigen/ el amor o el destino». Ese afán casi epistemológico del poeta -en actitud peripatética- está enraizado en un anhelo espiritual que da la espalda a la sensualidad: en esta firme voluntad juanramoniana se prescinde de lo carnal para avanzar en una andanza ávida de lucidez («El único erotismo que me atrae/ se llama inteligencia»). Sea como fuere, son varios los impedimentos de esta sucesión poética, apareciendo sentimientos como la soledad o el desencanto, que paralizan al poeta en esta transformación incontenible a que le obliga el tiempo: «Si es difícil saber los misterios que me aturden/ cómo traspasaré esas líneas geométricas que me enredan/ las piernas e impiden los movimientos».

A pesar de esta desazón, el poeta cree haber alcanzado ciertos misterios de la existencia, pero no consigue eludir el pesimismo («Cuánto infortunio austero y fútil como una llave / antigua que no horada puerta alguna./ Seguramente ya estaremos muertos»), ya que el verdadero protagonista de este viaje, el tiempo mismo, impone un destino casi indómito. Asimismo, el poeta adopta un desencanto distanciado, como en la «Escala tercera», a través un verso irónico -acaso satírico- en el que consigue convivir con las respuestas obtenidas de su búsqueda: «Los hay inofensivos, sin lectores, sin amigos/ que viven perdidos/ en desiertos esquivando a las víboras y a los alacranes».

Posteriormente, desde el poema «Los ruidos del asfalto», Rodríguez Jiménez construye un escenario hostil y desesperanzador en que emergen el aislamiento del poeta y la incomprensión que percibe por parte de la exterioridad, una urbe repleta de máquinas que deambulan. Sin embargo, paradójicamente, es el paso del tiempo, y con él la memoria -decisiva para la interpretación de la obra- el único resquicio para que el yo escape del propio tiempo. A cambio, la tristeza será el peaje a pagar por esta sublimación del entendimiento: «El destino de todos es la dicotomía nietzscheana:/ un poco de frío y de olvido/ de rosas marchitadas y placeres perdidos/ que ni siquiera mantendrán su frescura en el recuerdo». El tiempo es un absoluto que nos somete, engañando a nuestros sentidos cuando sea necesario. «Los dioses se ocupaban de que nuestra memoria se esfumara para siempre». Sin embargo, el poeta tendrá una misión prometeica en la oscuridad del tiempo («Es gigante la noche/ de todas las sombras») completando su misión salvífica en la palabra y su danza de llama eterna.

En esta segunda parte la juventud como paraíso perdido, la muerte o la añoranza del placer serán otros temas que contribuyan al cuestionamiento del tiempo y la memoria. Es esta una forma de libertad que solo se puede materializar a través de la poesía («A pesar de todo, le debo a los versos mi memoria»). El lenguaje es el verdadero tiempo del poeta, un asidero para la autoconciencia y, por ende, para la interpretación del mundo: «Trato de adivinar cómo era aquel muchacho de mi adolescencia,/ o aquel hombre de los treinta años. Y por más esfuerzo que hago ni siquiera/ yo me reconozco. Sólo quedan las palabras (…)».

Las escalas del tiempo materializan en el yo lírico un proceso episódico en que la belleza confronta progresivamente con la profunda estela del desengaño y la soledad. Resiste en Antonio Rodríguez Jimenez la capacidad de asombro del poeta, una exhausta voluntad de resistencia, la discreción de un pálpito que, a pesar del tiempo y su amargura, se obstina en describir el mundo: «Quiero expresar lo inexplicable,/ comunicar contigo el temblor de las palabras».