M e acerco este soleado domingo al rastro de mi Oviedo natal, y me encuentro escondido entre manuales de cocina y fascículos semanales, uno de esos libros de difícil digestión, a la par que inclasificable, por lo puede aportar a quienes tanto amamos la literatura: Escritores malditos, escritores de culto . Ya lo dijo Rosa Montero en El arte de la entrevista , y es de justicia reconocerlo ahora que se han editado las Entrevistas The Paris Review (1953-2012) , o al menos una selección de estas. Por cierto, el volumen asusta por la dimensión, pero impresiona aún más por la calidad de los entrevistados (y entrevistadores) y por cuanto nos dicen y cuentan en ellas o entre bambalinas. Hay para todos los gustos, créanme, pero por citar solo unos pocos, se van a encontrar, cómo no, a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Steinbeck, Borges, Lawrence Durrel, Cocteau, Nabokov, Sartre, Rulfo...

Autores que me llevan acompañando (con otros muchos) desde mis inicios como lector, escritores que, a buen seguro, tengo dudas que hoy en día fuera capaz de leerlos con la intensidad y el fervor de antaño. Escritores malditos todos ellos. Recojo mi libro después del consabido regateo con el vendedor, y me apresto a hojearlo en el único café que se encuentra abierto estos días de pandemia y desaliento cultural. Me acuerdo de George Perec (de quien se ha editado por primera vez en España Ellis Island ), pero también me acuerdo de Joe Brainard, ya que ambos autores bebieron de las mismas fuentes literarias, aunque con una diferencia de años. Curiosamente, ha sido el Me acuerdo de Perec, dedicado a Brainard, el que ha pasado al Olimpo literario, unos textos que habrían de servir para reivindicar una nueva manera de hacer literatura, igual de comprometida que la de sus coetáneos franceses, pero bastante más divertida. Me acuerdo, claro que me acuerdo, de los escritores de culto, de aquellos autores malditos, muchos de los cuales sobrellevaron como pudieron la efímera fama que les daría un texto, hasta terminar sus días escondidos en los anaqueles de cualquier biblioteca pública o librería de viejo (Librerías de Viejo, ¡qué sería de nosotros, lectores, sin ellas!).

Y es que, como sabiamente dijo Paul Auster, «los libros supuestamente más importantes... serán olvidados uno tras otro». Pero ¿qué es un autor de culto? Dirán ustedes. Bueno, es fácil reconocerlo a poco que se observen por ejemplo los índices de venta de alguno en concreto, ya que, por desgracia, el talento y el éxito, no suelen ir parejos.

Con salvadas excepciones, claro. Y una de estas excepciones era el libro que acababa de adquirir y que estaba en estos momentos saboreando junto a mi café, palpándolo, oliéndolo, disfrutando de su textura, intentando desvelar las manos por las que había pasado, quizás gracias a una mancha de carmín en una página, quizás gracias a la entrada del cine que se encontraba en su interior. Me acuerdo y recuerdo qué es lo que nos lleva a comprar compulsivamente más y más libros, como si de un síndrome de Diógenes literario se tratara, y no encuentro respuesta.

El ejemplar de hoy me servirá para mi próxima columna. El del próximo domingo, ya veremos a que país, a que civilización o que destino me tiene reservado. Y es que yo también, como diría Perec, «me acuerdo de reflexionar sobre si se debe o no se debe matar a una mosca». En fin.