E l poeta valenciano Miguel Argaya (1960) ha publicado en este año de la pandemia su primera novela. Empresa difícil la que se echó sobre los hombros: escribir la historia de una comuna católica en nuestros días, haciendo patentes sus estructuras sociales y dando vida a unos personajes coherentes con sus principios y su fe. Zatoro es la historia de esa comunidad contada desde un presente que regresa al pasado de sus fundadores cuando es preciso (don Salvador Gorrión), a manera de la técnica narrativa conocida como flashback. La convivencia en la comuna atraviesa sus momentos de incertidumbre, pero también se proyecta sobre el futuro a través de la esperanzada decisión última del personaje de Rebeca, la joven universitaria que va madurando su postura sobre ella a lo largo de la obra.

Zatoro es, además una novela poliédrica, caleidoscópica o poligenérica, si así se quiere, pues hay en ella una deliberada intención de mezclar o introducir distintos géneros literarios a lo largo y ancho de la narración central y su hilo conductor, con el que se familiariza al lector una vez que aprecia el caudal de recursos técnicos narrativos, de diversos géneros literarios, de que el autor hace gala en ella. En esto puede que Zatoro recuerde en algo al Quijote y la deliberada intención de Cervantes de introducir otras historias al hilo de la historia central, aquí otros géneros y subgéneros como el ensayo, el lírico, el dramático o el subgénero epistolar. Puede que psicológicamente estos recursos técnicos actúen como una suerte de ruptura en la narración central, ya que provocan frecuentes incisiones en el decurso de la misma y obligan al lector a una cierta quiebra en cuanto se refiere a la atención y a su conexión íntima con la trama central; desconcertante y enigmático recurso, si cabe, que en algo pone a prueba su perspicacia. También la narrativa de Julio Cortázar, la de Gabriel García Márquez y la de Juan Rulfo tienen algo que ver en esta novela en cuanto a técnicas y lugares fundacionales o de referencia, paraísos perdidos o regiones míticas en fase de despoblación se refiere. Cierto que aquí hay más verosimilitud y menos realismo mágico, menos juego literario que en las obras de estos narradores hispanoamericanos. A mi juicio, el autor deja constancia de su compromiso de fe y de vida en el anhelo de esa comunidad guiada por los principios de los primeros cristianos, a vista de cuanto el camino eclesial se ha desviado del que dio origen a aquellas primeras comunidades fundadas por los discípulos de Cristo.

Particularmente, me ha interesado la figura del sacerdote de Zatoro , don Javier, que pierde la fe, como el San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, que se mantiene al frente de su comunidad a pesar de ello y es guardián celoso de la fe de sus feligreses. El personaje aborda con conocimiento y realismo la problemática de las denuncias contra él y las relaciones con su comprensivo obispo, sus dudas de fe y la perseverancia en la búsqueda de la misma. Del mismo modo, la novela refleja los momentos de desolación provocados por las dificultades del desarrollo de la comunidad y la sociedad circundante, esa «noche oscura del alma» por la que también atravesó san Juan de la Cruz y no pocos ascetas y místicos.

Por supuesto, enganchan al lector la historia de amor entre la independiente universitaria Rebeca y el guarda nocturno de la escuela de Zatoro, Carlos Quispe; la generosidad y el altruismo de otros personajes, como la maestra, la señorita Sara o el baluarte de la comunidad, el cura párroco de Zatoro. Con habilidad narrativa va ligando el autor los lugares urbanos a los personajes que los regentan: la escuela, el mercado, el bar, la iglesia, el torreón del cerrillo, etc., así como los acontecimientos estacionales y anuales (el verano en el pueblo, la romería o las fiestas locales).

Estructuralmente dispuesta en tres partes, como tres son las partes de la narración, distribuidas según el orden tópico: libro primero (presentación), libro segundo (nudo), libro tercero (desenlace), más un epílogo; la novela resulta poseer una coherencia más que suficiente para contar una bien trazada historia con personajes, acción, tiempo y lugares bien perfilados; y deja constancia del deliberado propósito del autor de incorporar técnicas narrativas diversas en mezcolanza de géneros literarios, así como el aporte de materiales ajenos al hilo de la narración propiamente dicha. Y todo ello con un lenguaje muy cuidado, que no fatiga al lector, sino que, por el contrario, la hace amena y digerible.

Creo que Miguel Argaya ha de considerar esta obra como un gran hito en su ya larga trayectoria de escritor, pues resulta una narración tan atractiva como valiente y comprometida en los tiempos que nos han tocado en suerte.