U na avioneta de bandera ucraniana surca la noche sobre una ciudad de provincias. En la angostura de su vieja cabina, el piloto enumera las constelaciones y apura con parsimonia un sandwich vegetal. Su aeronave, un Antonov An-12, sigue el habitual rumbo con destino Tánger. Mientras tanto, abajo -a 42.000 pies- ajeno al zumbido de los dos motores, a la incansable rotación de la hélice, a la carga que aloja el fuselaje, un hombre mira al cielo y advierte una luz en movimiento.

Antonio Luis Ginés conoce los signos de un lenguaje que solo pronuncia quien acaricia el instante. Siete años después regresa al verso con su nuevo libro, Antonov (Bartleby Editores, 2020), recorriendo, como si de una carta de navegación se tratara, algunos de los lugares inconfundibles de una poética tan honesta como independiente. La poesía de Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967) reivindica una radical observación del mundo, concretándose el ideal de un yo lírico que persigue aferrarse a la realidad más pura: «La luna redonda es una moneda de plata. / Parece más cerca que nunca de nosotros». En la obra, la palabra fluye como una corriente sigilosa, con una transparencia valiente y rotunda, a través de una metáfora desnuda que vincula los poemas con lo indecible.

En la cita de Jorie Graham que el autor escoge para dar comienzo a Antonov («El después de cada instante no es más que/ otro instante, respirar, respirar»), así como en el título de la primera parte del libro, «Un instante otro», Ginés esboza la grave misión del poeta: explorar aquellos territorios en los que es posible aprehender la sustancia del mundo. Esta se encuentra detrás de un lapso inadvertido de tiempo o en la inmensidad de ese deslazamiento entre el yo y el universo que lo gestó. A pesar de este vacío, del dolor inherente al paso del tiempo, el poeta asume su capacidad para nombrar la existencia, recreándola a través de imágenes de una honda austeridad. Precisamente, en la obra, la meditación sobre ese tiempo y sus efectos («todo gira y transcurre y solo tenemos/ un tiempo que nos humilla y nos besa»). Sin embargo, la poesía de Antonio Luis Ginés trasciende la pura observación, transitando un espacio limítrofe entre lo anecdótico y lo universal (y viceversa). Como consecuencia, se materializa una tensión entre lo interior y lo exterior que apela necesariamente al lenguaje («La existencia son anillos de un árbol/ que nunca podemos tocar»). En ese sentido, algunos de los versos más logrados de Antonov los encontramos en el poema «Hipótesis del eje»: «No sé qué habría sido de los parques/ y las catedrales, de las voces/ y los cuadros, si el sol hubiese girado/ solo un milímetro sobre su eje».

El poeta adquiere autoconciencia plena en esa íntima relación con el tiempo, encontrando en la naturaleza -eje vertebrador de una posible poética de Ginés- un refugio infalible: «Tú y yo, quietos,/ detenidos para la posteridad,/ bajo los enormes árboles./ No se ve el cielo ni el sol consigue/ penetrar entre la maleza».

En sus poemas palpita un pertinaz anhelo dialógico con la naturaleza, que se satisface en el estrecho vínculo comunicativo que une al hombre con los elementos: el agua, los árboles, la piedra, los grillos, el estornino… En este diálogo, el poeta no siempre obtendrá las respuestas que precisa, dominando el hastío, la rutina y, desde la madurez, la reflexión sobre el fracaso. Sin embargo, siempre quedará una oportunidad para la comunicación: «No es dolor, solo la raíz sin tierra para crecer,/ solo la semilla en un jardín olvidado,/ las manos sin el tronco». Uno de los símbolos con mayor repercusión lírica es el bosque, un espacio para la violencia y para la comprensión del dolor ajeno, aunque también un lugar para el recuerdo y la construcción de la memoria personal.

El Antonov An-12 aterriza al final del libro en una «Poética» con un destino nítido. La voluntad de aquel hombre curioso tenía una vocación profunda y lúcida («Deslumbra el sol y creo en ese eje invisible,/ la inclinación de nuestras vidas,/ mientras dure el pulso,/ la noche,/ este tiempo»). En Antonio Luis Ginés la escritura es una convicción irremediable, una estela de condensación que va quedando detrás de las turbinas; en la noche, una esperanza fulgurante en la mirada del poeta: «Escribo, escribo, escribo por si en un descuido, algún destello deslumbrase cuando todo se apaga».