Tras una convulsa y ajetreada primavera, así como de un verano colmado de dudas e incertidumbres, pisamos el tren de aterrizaje hacia un otoño no menos perplejo atestado de grandes tensiones y, aun cuando el paisaje nos sigue ofreciendo maravillosas puestas de sol y alamedas sembradas de hojas caducas, mostrándonos desinteresadamente románticas panorámicas, percibimos en nuestro día a día que estamos viviendo un otoño calentito. Seguimos arrastrando ansiedades iniciadas en la atípica y no tan alejada primavera, atravesamos el tórrido verano y no erradicamos el temeroso virus que, supuestamente, podría haber eliminado de nuestras vidas el bochornoso calor. Y para bochorno, éste al que nos han conducido, hasta el otoño, los desacuerdos y disputas políticas, sin hacer un esfuerzo común y unitario por aliviar nuestras temidas y justificadas penas. Pues eso, que a este país no lo arregla ni la más aterradora de las plagas ni el más arrasador y destructivo de los mortales virus. Algo bueno hemos aprendido, a conjuntar nuestro vestuario con esa adecuada mascarilla que todos debemos llevar.