Ante la salida de su madriguera de tantas voces expertas en política y otros muchos menesteres, me había negado rotundamente a hablar de esta imprevista y tremenda crisis coronavidesca que hemos recibido como el más temido de los castigos divinos. Pero decido lanzarme, y escucho en las noticias de turno, dudando de su posible veracidad, que esta maldita plaga ha despertado nuestra acérrima fe y nuestros infinitos deseos de rezar para pedir, supongo, al más generoso de los dioses, que nos libre de caer en la tentación virulenta y que nos aparte de morir en la más extrema soledad. Y, mientras aumentan nuestras plegarias, observo todos los intríngulis políticos a los que nos ha llevado esta rocambolesca situación, y reflexiono sobre los firmes propósitos de la enmienda que vamos a poner en práctica cuanto todo esto acabe. Sencillamente, no me lo creo. Pues eso, que seguiremos a Dios rogando y con la maza dando.