‘Elegías’. Autor: Enrique Morón. Editorial: Nazarí. Granada, 2019.

Creo que fue el catedrático de literatura de la Universidad de Murcia Francisco Javier Diez de Revenga quien dedicó un ensayo a la poesía de senectud de la generación del 27. Ignoro a ciencia cierta si cabría aplicar ese concepto a la poesía última de Enrique Morón (Cádiar, Granada, 1942), catedrático de literatura en enseñanza secundaria y miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada. Su última entrega, Elegías (2019), continúa en rigor la línea marcada por algunos de sus libros anteriores, tanto en la claridad y fluidez verbal como en la ligereza rítmica y métrica, así como la gravedad temática en su conjunto. Por elegía debemos entender una composición lírica en que se lamenta la muerte de una persona, se elogian sus virtudes o se hace referencia a cualquier otro acontecimiento infortunado. Entre griegos y latinos era una composición en dísticos elegíacos, formada por hexámetros y pentámetros de múltiples temas. En las Elegías de Enrique Morón se canta al desencanto y se canta lo que se ha perdido, al paso inexorable del tiempo y los instantes de gozo y dolor que quedan atesorados en la memoria. Hay un acentuado sentimiento de tristeza y melancolía en la obra de este poeta granadino quien, de la mano del amor, la naturaleza, la amistad y la misma literatura ha sabido ir sorteando los desniveles de la existencia con elegancia y cierta desazón interior. Desde la antesala de la vejez, asiste, ubicando en la soledad y el desencanto, desde la tristeza y la melancolía que gravaron de orfandad su infancia y primera juventud, al ocaso de una forma de ver y entender el mundo que forjó sus más firmes convicciones y que se torna en incertidumbre, ansiedad y desasosiego en los días que vivimos. Así, en los poemas de la primera parte, «Crónica del desamparo», el autor granadino se sitúa ante la conciencia del desvalimiento humano y a que conduce el devenir existencial, con el paso del tiempo, y la merma de facultades físicas, la soledad y la pérdida de los seres queridos. Una desazón o un desasosiego de quien se adentra en una etapa de la vida para la que no encuentra otros referentes que los que conforman el pasado. De ese sentimiento se libera el poeta a través de los afectos familiares: el amor de la esposa y los hijos, especialmente, y los amigos. Es lo que nos viene a explicitar en la segunda parte del libro «Amor poniente» que, a pesar de mostrarnos la apariencia declinante de los sentimientos y las emociones humanas en el momento presente, resultan vitales para continuar afianzándonos en ella. En «El mundo en que vivimos», la tercera parte, el poeta constata la incertidumbre y desazón que la sociedad actual provoca en los espíritus sensibles y atentos a unos cambios que, no necesariamente, han de ser para bien. Contra ellos alerta el poeta y los desenmascara, entendiendo que, bajo su apariencia, no se oculta más que dolor y desesperación para la humanidad peregrina. En los poemas de la cuarta parte, «Balada interior», el autor realiza un ejercicio de introspección para desvelarnos sus más íntimas convicciones, sus señas de identidad y todo aquello que le ha ayudado a sortear los desniveles de la existencia en busca de la felicidad, apelando a los recuerdos y a los afectos; como así ocurre en las palabras que dedica a sus hijos o en el poema que cierra el libro: «Aquella adolescencia», la edad clave para la formación del futuro hombre y poeta que empezaba a escribir los poemas que luego quemaría.