Editora, doctora en Ciencias de la Información y traductora, Phil Camino (Madrid, 1972) es una escritora que inventa mundos y los recrea con una técnica y talento impecables, como sucede en su última novela La memoria de los vivos.

-’La memoria de los vivos’ transcurre entre el siglo XIX y principios del XX, y está situada, principalmente, en México. ¿Quería escribir sobre el XIX o fue el afán de conocer la vida de sus antepasados lo que le llevó a novelar este siglo a través de la trama de sus vidas?

-Sin duda, la historia, o la trama, es la responsable de que haya «visitado» el siglo XIX, que, por otro lado, es un siglo al que he viajado a menudo a través de su literatura. Durante temporadas leía con fruición a los clásicos del XIX, sobre todo a los franceses, los anglosajones y los rusos.

-¿Quién ha pesado más a la hora de escribir la novela, la persona o el personaje?

-Por la parte de los hermanos Myagh, la Historia con mayúscula tuvo mucho peso pues tenía cantidad de documentos, incluidos diarios escritos de puño y letra con los que luego creé a uno de los protagonistas de mi novela. Pero digamos que logré despegarme del escenario real para poder escribir mi historia, era esencial hacerlo porque sin esa libertad mis personajes hubieran resultado encorsetados, menos creíbles, o eso creo. Sin embargo, en el caso de Ángel Trápaga y de su hija Josefina, desde el principio las personas dejaron paso a los personajes.

-¿La clave esencial de la novela es la ficción a partir de la documentación?

-Pues sí, manejé mucha documentación. Y si bien me tomé todas las libertades con los personajes, a partir de la investigación en los documentos, no ocurrió igual con la historia. La historia me tenía que servir para montar el andamio que sostuviera la narración, no quería un disparate histórico, y se puede elegir escribir un disparate, pero no era el caso. En lo histórico tenía que haber un rigor mínimo y además viajé a muchos de los lugares para aclimatar mejor mi escritura. Se trataba de recrear un ambiente y una época que sostuvieran con veracidad la ficción de los personajes. Hay trampas, pocas, y por mero juego. En cuanto a los personajes, y la historia de sus vidas, ellos van por libre. Los he mezclado o inventado sin temor. En todo caso, sus vidas reales se pueden parecer a lo que cuento, y quizás en ese juego, me haya acercado a «la verdad» de alguno de ellos, pero eso nunca lo sabré.

-En esta novela, uno de los temas importantes es la identidad, pero pesa también mucho saber aquello que conformó la vida de sus antepasados.

-El de la identidad es uno de los temas de la novela. Pero en esta novela no busco mi identidad, aunque cuando una acaba un libro siempre se pregunta: ¿qué hay de mí aquí? ¿Buscaba saber algo de mí, tangencialmente, con esta historia? ¿De qué modo su escritura ha removido algunos de mis planteamientos? Pero eso es secundario, o vino a posteriori. A priori buscaba algo tan sencillo como inventar una historia a partir de lo oído, una historia agradable, una historia que alguien quisiera leer a otra persona al pie de la cama. Y tenía un material apasionante. En cuanto a saber sobre los antepasados, creo que es muy importante conocer de dónde venimos, saber quiénes fueron los que estuvieron antes de que estuviéramos nosotros (y ahora más que nunca, cuando tantos tienden a creer que «Yo» es la medida de todo). Pero cuando volvemos la mirada hacia el pasado, debemos tratar de comprender que los que nos precedieron actuaron de acuerdo a unas reglas del juego que no son las mismas que las nuestras. Demasiadas veces, en un ejercicio de soberbia, se juzga el pasado sin tener eso en cuenta. Una escritora de ficción, o cualquier creador, debe ser capaz de indagar desde la compasión, compasión entendida como el acto de tratar de acercarse a los demás para intentar entenderlos poniéndose en su lugar, y eso implica ponerse en ese lugar con todo lo que conlleve, aun cuando sean personas detestables o diametralmente opuestas a nosotros. Lo cual no quiere decir que no haya que poner el pasado en cuestión. El otro error es no saber desapegarse de él, se corre el peligro de vivir atrapado en ese pasado y se pierde pie y capacidad para juzgar el presente. Por eso leer es tan importante.

-Para el título ‘La memoria de los vivos’, ¿se ha inspirado en esa frase genial de Cicerón «La vida de los muertos está depositada en la memoria de los vivos»?

-Lo cierto es que no. En realidad, el título se lo puse antes de saber que Cicerón lo había dejado escrito en Las Filípicas. Un amigo y autor de mi editorial, JJ Bermúdez Olivares, me dijo un día: «Tu título se parece a algo que dice Cicerón». Así que leí Las Filípicas, para encontrar esa frase, para ver de qué manera Cicerón traía esa idea, y lo cierto es que mi planteamiento era muy parecido al de Cicerón (queda poco nuevo por decir). Cicerón habla de levantar monumentos, y esos monumentos a la inmortalidad, nos dice, mantienen vivo el recuerdo de los héroes y de sus hazañas. Yo creo que recordamos las vidas de los que se fueron, recreándolas e inventándolas. La memoria es nuestro monumento a los muertos. Pero seamos honestos ¿quién recuerda los hechos pasados de la misma forma? No hay más que preguntar en las familias, la vida de un antepasado es vista o recordada de maneras muy distintas. Y esto me fascina.

-Una novela de personas-personajes que se hacen a sí mismos y que se mueve en el terreno de lo real e imaginativo. ¿Son causas por las cuales ‘La memoria de los vivos’ tiene una especial seducción?

-Hay personas excepcionales (y por excepcionales me refiero a la cantidad), que tienen una fuerza y una capacidad especial para superar lo que para la mayoría son barreras o limitaciones estratosféricas. Salir de un pueblo de Cantabria con doce años, solo, sin saber leer o escribir, sin saber lo lejos que está América de Europa… Hay que ser especial y hay que tener una falta muy sana de cordura. Me fascina. Estamos hablando de personas que no tienen miedo, o lo superan gracias a una ambición mayor, desmesurada en muchos casos. No creo que en el caso de mis personajes hubiera desesperación tal como la entendemos hoy cuando pensamos o vemos a esa pobre gente que llega a nuestras costas en pateras, en condiciones lamentables.

-De esas dos ramas de la cual desciende: la irlandesa y la española, que se unen en México. ¿De cuál se cree más deudora?

-No lo sé. De Irlanda sólo puedo decir que la asocio a los bonitos ojos azules de algunos de mis tíos, que yo no heredé. En cambio, a Cantabria la siento como mi tierra. En cuanto a México, estoy descubriendo ahora ese país, no era consciente de cuantísima familia lejana, pero familia al fin, tengo allí. Es una de las cosas más bonitas que me ha pasado con este libro. Nos estamos encontrando. Pero soy también francesa, porque mi madre lo es y me he educado en la cultura francesa. Así que, algo de «centaura» tengo. Por eso nunca comprenderé los nacionalismos, eso de la pureza de las identidades, de separarse por la sangre o por la tierra que nos vio nacer. Que no cuenten conmigo para esas guerras.

-¿Qué es para usted la literatura?

-Volviendo a Cicerón, en su discurso contra Marco Aurelio, les pide a los senadores que levanten «un inmortal monumento» para no olvidar a los muertos. Tiene miedo «al olvido de los que ahora viven, y al silencio de los que vendrán». Yo creo que la literatura responde a esa llamada urgente. Es la imposibilidad de que se haga realidad ese silencio que conduce al olvido.

-¿Por qué escribe?

-Porque lo paso muy bien. Porque es el mejor modo que tengo para ordenarme las ideas. Porque me obliga a pensar las cosas y me fuerza a usar la cabeza. Y como escribí en mi libro Diez lunas blancas (Editorial Elba), porque dentro de mí viven historias que piden ser contadas a gritos. Así que es mejor que les dé una salida honorable, porque vivir con gritos es bastante incómodo. Y lo cierto es que nadie me lo pide, pero yo escribo. Es como un acto de amor.