Este año se cumplen tres décadas de la publicación en la colección malagueña Puerta del Mar de El don impuro, aquella poesía reunida que el joven Cilleruelo había escrito entre los 17 y los 28 años. En estas tres décadas se han sucedido en la poesía española diversas generaciones y etiquetas, así como incontables eventos de diverso calado. Y resulta significativo que la obra de este barcelonés no cese de crecer en volumen y en solidez al tiempo que van quedando en la cuneta tantas modas efímeras.

La poesía de José Ángel Cilleruelo constituye una lectura inagotable; lo es en el sentido de que cada nueva lectura que hagamos de cualquiera de sus poemas nos revelará aspectos y matices que no se encontraban en la anterior. Aunque se podrían argumentar todo tipo de explicaciones, existe una bien simple: Cilleruelo es así. He tenido la oportunidad de escucharlo en bastantes ocasiones y su discurso indaga continuamente, lúdicamente, en el sentido de cualquier asunto, de cualquier hecho por trivial que parezca. El revelador cierre del poema «Transparencia» lo hace explícito: «Aspira, como yo,/a mirar lo que no se muestra,/pero estoy viendo».

Pájaros extraviados podría interpretarse como una glosa de los célebres versos de Alberti incluidos en Entre el clavel y la espada, «Se equivocó la paloma». «En Lección de extravíos», segundo poema del libro, Cilleruelo se recuerda como aquel estudiante que hace en clase «una interpretación/extraña, inverosímil» del poema. Esos pájaros sobrevuelan recurrentemente el poemario, un poemario que en última instancia se adscribe a la tradición del bucolismo, a la de la visión burguesa de la naturaleza que con tanto acierto expresó Beethoven en su Pastoral. Lo urbano queda relegado ante la visión de las aves, los campos, los ríos, las nubes.

Si José Ángel Cilleruelo fuese un bucólico al uso, poco más habría que añadir, pero afortunadamente Pájaros extraviados constituye un nuevo avance en su indagación de la prosopopeya, el eje retórico cardinal en su obra desde al menos 2014. Me he detenido en contar los protagonistas de esas personificaciones a lo largo de la obra, y tirando por lo bajo me salen 66, entre ellos algunos inverosímiles: la luz, el tiempo, la música, el viento, las palabras, las gotas de lluvia, unas perlas, el silencio, el cauce. Hacer una mera selección sería casi imposible; valga como ejemplo estos versos de «Veleta»: «El viento habla con el muro/de vez en cuando. Le propone/ir de aquí para allá,/no asentarse en ningún lugar,/abandonarlo todo [...]/El muro escucha, sí, pero no presta/atención, porque ya conoce/su monserga, tan vieja como el alma».

La lectura de Pájaros extraviados se asemeja en cierto modo a la de los cuentos infantiles, cuando sus protagonistas se pierden en bosques poblados por seres animados que se ocultan en la maleza. Todo aquí tiene vida, ya sea animal, vegetal o mineral, materia o fenómeno, ente concreto o abstracto; todos ellos lo pueblan todo, sus conductas son singularmente humanas. Duración, por ejemplo, es un poema perturbador: la escena que narra podría ser el final del día de una vendedora ambulante que, sin embargo, «guarda en las cajas/los restos de la luz que no ha vendido». Al final de sus vicisitudes la protagonista resulta ser la noche.

En los poemas centrales del poemario Cilleruelo realiza un tour de force en la estela de su anterior libro, Cruzar la puerta, que quedó entornada, una obra escrita a la manera de la escritora lusa María Gabriela Llansol. Encontraremos, pues, imitatios de Ovidio, Manrique, Hölderlin, Monet, Bergson, Machado, Morandi, Fonollosa, Pérez Estrada, la propia Llansol y Dickinson, a la que dedica el bellísimo y más largo poema que se cierra con «Despacio escribe para que ocurra algo alrededor./Y ocurren las palabras». En los cierres encontramos otro de los grandes valores de este poemario. No solo resuelven el discurso del poema, sino que lo resumen de tal modo que, en cierto sentido, el poema-cuento al que antes me refería deviene en poema-fábula. Con estos mimbres el lector cultivado en la poesía -la de Cilleruelo exige buenos paladares- se sentirá como esos niños del poema «Hércules»: «Tras la ventana el mundo, una gran casa/de muñecas».