En literatura, en creación literaria, los espacios pequeños en el sentido escenográfico de la palabra, no son ni pretenden ser los más reducidos. Aunque pueda resultar paradójico, sucede lo contrario. Cuando la narrativa del siglo XIX se fue troceando en géneros y subgéneros, novela rosa, de aventuras, científica, policíaca, de intriga, fantástica y otras más, no faltó quien lo quiso presentar como una gibarización de la realidad, y terminó siendo su amplificación. La novela de aventuras, por poner un solo caso, sucede en un espacio mínimo, en un barco, un grupo de estudio, un globo o un obús, una expedición científica o una caravana, que tiene la virtud de representar un cosmos. Un barco en alta mar es como el planeta tierra flotando en el espacio, entre la tripulación está representada la envidia, la generosidad, la grandeza, el honor, el deshonor, la traición... los principales sentimientos humanos, que, al convivir en un espacio reducido, se ven mejor.

Una opción de este cariz es por la que opta Francisco Silvera (Huelva, 1969) de un modo manifiesto en el Libro de los silencios, (EDA, Benalmádena, 2018), libro que acaba de obtener el Premio de la Crítica Literaria de Andalucía y que es una novela, aunque tenga el aspecto de un conjunto de relatos. Pero no caemos en la trampa. El personaje, Lorenzo, es siempre el mismo, su carácter se va dibujando a medida que avanzamos en la lectura, los perfiles se marcan de forma clara y joyciana, solo que opta por el campo, por la alabanza de aldea para subrayar de un modo más robusto, los aspectos morales de la existencia. El campo es un cosmos que como tal posee su vocabulario, su mundo sonoro, su mundo ético, dejado caer sobre el lecho de la idea de silencio, de lo silencioso. Recuérdese a García Lorca: «La ciencia del silencio frente al cielo estrellado,/la posee la flor y el insecto no más».

Silvera tiene formación filosófica y es un especialista en Juan Ramón Jiménez, y ambas cosas se perciben, junto a su experiencia como narrador. En Libro de los silencios, además, se formula una reclamación del habla andaluza, y es oportuno porque si se opta por la ruralidad, en ella habitan términos y declinaciones propias, de ahí que por estas páginas se paseen palabras como «sobrinillo», expresiones del tipo «le decían Cutiti», con ese extravagante uso del verbo decir, tan del sur, o «para a pensar un instante» con ausencia del reflexivo «se» que entonaría la oración. Lo mismo sucede con el mundo sonoro. Hay sonidos en todas las páginas y muchísimos pájaros, cuyo canto unas veces es una «cascada aguda y constante», y en otras el aire se unta con «la gritería desordenada de los pájaros», de donde también ese femenino es significativo. Hay otros sonidos que trasladan sabores y tiznan la memoria. Cincuenta cuentos en total, dedicados a la higuera, el caminante, el pozo, las ropas, la desidia, los animales, la tabla, la sencillez, la cebolla, la cal, el río, el pueblo, el frío y vuelve empezar con la higuera, que confirman un mundo intenso que huele a tierra seca, a viento y a verdad.

Atractiva novela-cuento, nivola original, escrita con oficio, con firmeza y con convicción, que hace justicia a un autor «raro», que ha encontrado en su raridad una fórmula, a la vez que ha querido alejarse de la tentación cosmopolita, para demostrar que todo cosmopolitismo se encierra en un solo grano de arroz como indican las teorías cuánticas, y hay un universo en cada palabra.