El matarse entre hermanos no puede ser motivo de celebración alguna, menos aún cuando el origen de la tragedia deviene de un golpe de Estado contra un gobierno legítimo. El derramamiento de sangre que provocó la Guerra Civil no alcanzó a ser justificado ni por la propaganda totalitaria de una dictadura de más de cuarenta años ni mucho menos por alusiones ultramontanas que pretendieron involucrar a la voluntad divina, «la gracia de Dios», en el asalto al poder de una camarilla militar que contó, imposible negarlo, con una considerable base social cimentada fundamentalmente en el clero reaccionario -es decir en aquel manifiestamente enemigo del pensamiento ilustrado y de las libertades públicas-, los terratenientes y una parte de las clases medias y altas infectadas por el virus del fascismo europeo. No sobra recordar que la conquista violenta de España por esa amalgama política que terminamos por llamar franquismo no hubiese sido posible sin el apoyo de dos de las peores potencias extranjeras de la época: la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Por eso es un despropósito evocar la fuerza metafórica de la diosa Niké, la grácil belleza de la Victoria, para nombrar la caída de la Segunda República y el fin de la guerra, porque la diosa representada como una mujer alada se hace acompañar necesariamente por otra deidad, también femenina, Temis, que encarna a la justicia, en este caso asesinada por los golpistas. Nadie gana una guerra civil, todos la pierden, pero en México decimos que si acaso hubo un beneficiado de aquella tragedia española éste fue, paradójicamente, México. Decimos esto porque aquel exilio, aquel «río de sangre roja» del que habló el poeta Pedro Garfias en su poema «Entre España y México», confluía con otro río igualmente generoso en aguas libertarias, el que emanaba de la Revolución Mexicana, cuyo ideario era profundamente empático con el programa de la Segunda República: reforma agraria, ampliación derechos civiles y sindicales, dignificación del trabajo, justicia social, estado laico, gobierno democrático y antifascista, educación pública y gratuita, fomento a la cultura, así como una distancia crítica del comunismo soviético que a la España republicana le costó las traiciones y venganzas de Stalin, y que llevó al México del general Lázaro Cárdenas a acoger al disidente León Trotsky. Mientras España hubo de padecer el asesinato, entre muchos otros, del revolucionario Andreu Nin, México debió sufrir la vulneración de su soberanía con el asesinato del que había sido jefe del Ejército Rojo.

En México los refugiados encontraron la posibilidad no solamente de salvar la vida, de encontrar trabajo y reencauzar sus travesías profesionales y familiares, tuvieron la oportunidad además de continuar la obra que el fascismo español había interrumpido: colaboraron en el desarrollo industrial y agrario de México, fundaron escuelas bajo la inspiración de la Institución Libre de Enseñanza, aportaron a la consolidación de la Universidad Nacional Autónoma de México, desarrollaron las artes gráficas, el mundo editorial y contribuyeron a la riqueza de la literatura, la filosofía, el pensamiento crítico, el periodismo, las artes, los oficios y las profesiones. Pero hicieron algo de lo que se habla menos: con el paso del tiempo se convirtieron en mexicanos, tuvieron hijos y nietos mexicanos, y enriquecieron con su propio patrimonio cultural y multiplicidad de identidades a la diversidad de México. Los refugiados españoles, como se les llamó por décadas, hicieron posible otra transformación cultural no menos significativa: gracias a su condición antifascista y a la pasión y generosidad con la que la mayoría del exilio español buscó incorporarse a la compleja realidad mexicana, la tierra indígena y mestiza nacida de la Guerra de Independencia pudo finalmente reconciliarse con España -no con la «madre patria», evocada siempre así por el pensamiento conservador, sino con la hermana republicana-. Vaticinando lo que abría de suceder, Pedro Garfias escribe a bordo del Sinaia, cuando apenas se vislumbraba la costa de Veracruz: «Pero eres esta vez quien nos conquistas,/y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!». Se trató, en efecto, de una conquista de carácter amoroso, fincada en la generosidad, la coincidencia en ideas y valores, pero también en la curiosidad, e incluso en la fascinación, que provocó el encuentro entre las culturas del exilio y las de aquel México que vivía su último y más brillante gobierno revolucionario. A mí me ha tocado ser nieto de aquel exilio y crecer como mexicano. A mis abuelos varones les correspondió luchar por la Segunda República -al cordobés Fernando Vázquez como diputado y vocero del último gobierno republicano, el de Juan Negrín, a mi abuelo salmantino como miliciano del sindicato ferroviario en la defensa de Madrid- mientras mis abuelas cuidaron de los hijos en medio de los horrores de la guerra. Dolores, de Baena y esposa de Fernando, murió en Barcelona y no pudo acompañar a los suyos hasta su exilio mexicano; Luisa, la salmantina, llegó a México y defendió la memoria de España desde la cocina, alimentando a sus hijos y nietos con los sabores más sencillos de Castilla, el de las lentejas y los ajos. Mis padres vivieron su exilio como españoles antifascistas, trabajando contra la dictadura desde el exterior, pero también como mexicanos: ella como colaboradora de Diego Rivera, grabadora del Taller de la Gráfica Popular y maestra universitaria, él como arquitecto funcionalista y militante de izquierda. Como mexicano descendiente de estas mujeres y estos hombres, pero también como amigo y compañero de otros hijos y nietos del exilio, puedo afirmar que el agradecimiento a México fue correspondido con pasión hacia esta tierra, y que hay algo que he observado en la gran mayoría de hijos y nietos del exilio: que fueron educados por sus mayores, en casa y en los colegios republicanos, en el respeto y amor a México.

RIQUEZA DEL EXILIO

Sé que en España se sabe mucho menos que en México de la riqueza del exilio, de su importante aportación a la historia de México y también a la preservación de la cultura española y el pensamiento democrático. No debería ser así y confío que en España este legado se rescate para el fortalecimiento de su cultura y memoria, pero también quiero decir que afortunadamente el exilio español forma parte del inmenso patrimonio histórico y cultural que caracteriza a México, y que en esta tierra la herencia republicana es una de las reservas éticas, políticas y culturales que abonan siempre a remontar las difíciles luchas que a los mexicanos nos toca librar siempre para resistir la violencia, la vecindad con el imperio, nuestras persistentes desigualdades e injusticias.

La historia del exilio español, y de la generosidad del pueblo de México y del gobierno de Lázaro Cárdenas, nos hereda un importante aprendizaje de carácter universal más que pertinente en estos tiempos de nacionalismos excluyentes y neurosis xenófoba: que los pueblos y las naciones siempre salen fortalecidos cuando abrazan a los perseguidos, cuando acogen generosamente a quienes lo necesitan, cuando hacen suyas las banderas de justicia y libertad que otros levantan, esos otros que siempre somos todos.