El 27 de enero de 1939, poco después de la capitulación de Barcelona, María Zambrano, su hermana Araceli, su madre Araceli Alarcón, dos de sus primos (José y Rafael), y algún personal de servicio, salen de España. Y debería decir, son expulsados de España, porque un exilio es una expulsión oculta. Les queda el largo viaje y su camino: Figueras, La Junquera, Le Perthus, Salses, y poco después París, y Nueva York, La Habana, y México.

En la ciudad mexicana de Morelia imparte clases de Historia de la Filosofía, y de allí a La Habana, Puerto Rico. Entre Puerto Rico y Cuba escribe el artículo «La agonía de Europa», que después dará título a un libro.

En San Juan escribe su tercer escrito político, tras Horizonte del liberalismo (1930) y Los intelectuales en el drama de España (1937): Isla de Puerto Rico (Nostalgia y esperanza de un mundo mejor) (1940). Y es esa agonía, la que ella padecía en esos momentos (1940), recordemos que su madre estaba muy enferma en París junto a su hermana Araceli, un París invadido por los nazis, la que le da fuerzas para seguir escribiendo y trabajando en su pensamiento.

El 7 de noviembre de 1944 escribe a Rafael Dieste una carta en la que le indica: «Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran ‘nuevos principios’, ni ‘una reforma de la Razón’ como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética... es lo que vengo buscando. Y ella no es como la otra, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes».

No hay mejor manera de definir el sentimiento de expulsión que ese que María Zambrano escribió en su libro Los bienaventurados (1990): «De destierro en destierro, en cada uno de ellos el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose».