‘La chica de amarillo’. Autor: Juan Domingo Aguilar. Editorial: Esdrújula Ediciones. Granada, 2018.

Madurar es aprender a despedirse». Este esencial verso condensa, a modo de epítome, el conjunto de la mirada lírica que nos ofrece Juan Domingo Aguilar con su primer poemario, La chica de amarillo.

Reflexionar sobre el dolor, acerca de la pérdida de lo amado, sobre las cicatrices, utilizar los escombros o el rescoldo de alguna grieta. Asombrarse y preguntar ante la imperfecta geometría de la vida. Rescatar, frente al siniestro de la experiencia amorosa, aquel vestido amarillo de la primera parte del poemario que da título al libro, rememorar su color, su textura, todo ello en un intento inútil por recomponer las ruinas de la derrota («la grieta/que provoca tu nombre/la pérdida/de lo que (nunca) tuvimos»), del fracaso personal y que trasciende a colectivo en los poemas de la segunda parte del libro, «Todos los vestidos», donde la mirada del poeta se universaliza, abandona el particularismo lírico y transfigura el drama cotidiano en visión solidaria, desde una poesía impura que se quiebra ante esa generación de jóvenes a los que se les prometió un futuro dorado y que han terminado fregando los baños de Europa o frente esa niña que lloraba entre las ruinas de su casa de Alepo y que también llevaba puesto un vestido amarillo.

Desde el golpe que supone lo arrebatado, lo perdido, Juan Domingo Aguilar ha sido capaz de erigir una obra singular, honesta y auténtica. Una obra precisa, fundamentada en el valor de la palabra sola, prescindiendo de apoyaturas en signos de puntuación (con recuerdos del poemario Las afueras, de Pablo García Casado), iniciando su recorrido en lo particular y extendiéndose a la dimensión comunal de una joven generación, la de los hijos de Europa, que sufre las consecuencias de un nuevo sistema de trabajo colonial, asombrada ante los cubos de basura que acogen «los vestidos de todas las mujeres que esta noche no volverán a casa».

Con una madurez sorprendente, Juan Domingo enarbola un discurso veraz, auténtico; no eleva una voz que hace simple relato de su vida, sino una voz, la del poeta, que nos emociona con su personal forma de entender el desengaño, tanto el personal como el generacional.

Un regreso a los expolios, sentimentales o vitales, sin artificios ni imposturas, bajo la figura simbólica de ese vestido amarillo del cual ella, al final del texto, duda, incluso, de su realidad y que representa el sentido de lo transitorio, el aspecto vulnerable de nuestra existencia: lo que es y, en algún instante, dejará de ser, que tiene su sustento en aquel «polvo eres, y al polvo volverás», del adagio bíblico y que invita a ese aprendizaje de la despedida con el que nos visita el poeta.