Tras sus últimos trabajos sobre Cataluña y el dedicado a Marx en España (Almuzara, 2016), nuestro primer decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba y maestro de historiadores José Manuel Cuenca Toribio, en esta Historia de la derecha en España, recientemente aparecida en la citada editorial, se adentra con su aquilatado saber y personal estilo en un enjundioso y sereno recorrido por el pensamiento, fundadores, evolución y protagonistas del conservadurismo en nuestra patria. El historiador se nos muestra consciente desde un primer momento del impacto «negativo» que tal denominación puede experimentar en España, y de cierto complejo de deslegitimación, por parte de cierta izquierda, para el gobierno democrático, que ésta puede venir operando sobre los llamados partidos de la derecha y el pensamiento conservador, como algo anquilosado y vinculado al pasado.

Desde mayo del 68 y de manera creciente, el discurso cultural predominante en nuestro país ha tenido un tinte marcadamente progresista o de izquierdas, proyectando una especie de complejo si no de inferioridad, sí de marginalidad, en los sectores de nuestra vida intelectual afines, más o menos, a la ideología liberal-conservadora. Hasta el punto que, anecdóticamente, me gustaría traer aquí una tajante y desdeñosa aseveración del gran prosista Francisco Umbral cuando dictaminaba que «en la derecha no hay intelectuales, hay eruditos». Lo cual viene a ser bien revelador de lo que venimos apuntando.

Incluso en las etapas en que el poder político lo ha ejercido el centro-derecha en España, ese poder cultural ha seguido estando en manos, casi monopolizadoras, de la izquierda. Ese supuesto prestigio cultural de la izquierda, y sobre todo de la extrema izquierda, aun a pesar del fracaso del famoso mayo del 68 y de la parálisis del bloque soviético, creo que está generalizado en todo nuestro Occidente, siguiendo en esto los pasos de la vida cultural francesa desde la postguerra. Naturalmente, ello no responde a la realidad: personas de profunda cultura, ecuanimidad y rigor crítico hay en todos los sectores del espectro o del pensamiento político. El profesor Cuenca es consciente de esa cierta estigmatización que puede gravitar sobre quien se adscriba a las pacíficas aguas del conservadurismo, tanto académico como político, pero ello no le coarta en su vocacional e irrefrenable mester de historiador, acrisolado con los años.

Como contemporaneísta, él es bien consciente de la dificultad de su empresa, y de que el cultivo de este arduo sector de nuestra historia es el que más fuego graneado puede granjearle «desde las posiciones que otorgan las patentes de legitimidad y excelencia o se autoinvisten de todos los poderes sancionadores de aciertos y errores», desde esa supuesta superioridad moral de la izquierda, que pocos osan poner en entredicho.

Este lector ha disfrutado especialmente con los capítulos del libro más alejados de nuestro inmediato presente, que ya lo tenemos abundantemente servido por la prensa periódica, aunque el tratamiento que el profesor Cuenca ofrece de esta etapa está hecho con la académica profundidad y el rigor del historiador avezado y no con la inmediata o tendenciosa precipitación del cronista. Los capítulos dedicados a «Los orígenes», a Cánovas y a la formación del modelo cultural canovista, a Antonio Maura, a Canalejas, como liberal reformista, son de particular brillantez y seducción, quizá por el halo de sublimación que la distancia histórica puede conferir a dichas figuras.

El capítulo tercero, el dedicado a «La madurez» de las corrientes conservadoras, gravita en torno a personalidades tan ilustres como Ángel Herrera y Gil Robles, fundamentales en la configuración de la CEDA, «aglutinadora de casi medio centenar de partidos, con una suma de afiliados superior a los 700.000 en torno al pensamiento democristiano y bajo el principio inspirador de la accidentalidad de las formas de gobierno».

Me interesa subrayar aquí, recogiendo el criterio del profesor Cuenca, la dimensión incuestionablemente democrática del líder de la CEDA, sobre la que con estulto sectarismo algunos han lanzado el escarnecedor calificativo de fascista, hoy tan a la orden del día a la menor disidencia, y que Cuenca Toribio denuncia en la pluma de más de un analista de la Segunda República: «...sólo con violencia interpretativa cabe deducir una querencia que nunca anidó en el espíritu del líder cedista -culto jurista y verdadero intelectual-, ni en la plana mayor de sus colaboradores más íntimos, así como tampoco en el del gran teórico de la formación, Ángel Herrera, visceralmente incompatible con cualquier deriva totalitaria». Ese principio político de la accidentalidad de las formas de gobierno -decisivo, y de eficaz y muy operativa vigencia, afortunadamente, que inspiró a la CEDA y que, desde nuestra transición felizmente impera en nuestra política nacional- se debe, en justicia, al ilustre tribuno asturiano don Melquíades Álvarez, dirigente del Partido Reformista y señero presidente de las Cortes republicanas. El mejor orador político y jurídico de su tiempo, «el ruiseñor del Congreso», como fue llamado, a cuya primera formación política pertenecieron Galdós, Manuel Azaña y un amplio sector de la intelectualidad española, y que fue brutal y absurdamente fusilado en la matanza de la Cárcel Modelo de Madrid, crimen que, en su desolación, estuvo a punto de hacer dimitir a Manuel Azaña.

Un busto del ilustre político de Gijón flanquea la entrada al palacio del Congreso de los Diputados. Personalmente, siempre me resulta particularmente grato, casi cada día, poder contemplarlo en las retrasmisiones televisivas de la actividad de nuestro Parlamento, junto a otro dirigente español no menos cimero, don Julián Besteiro, también presidente de las Cortes, quien tristemente terminó sus días recluido en Carmona. De Besteiro fue secretario particular durante la guerra otro altísimo intelectual como el entonces joven Julián Marías, hoy tan olvidado y que, después de una fecunda singladura intelectual y filosófica al servicio de España y la cultura española, falleció sin ver coronada su labor por ese Premio Cervantes, tan injustamente denegado a ciertos sectores del pensamiento. Por lo visto, no se trataría de un intelectual auténtico sino de un mero erudito, según la desdeñosa definición umbraliana. Tras otro enjundioso capítulo sobre la dilatada evolución de la dictadura franquista, desde la Falange a los desarrollistas tecnócratas del Opus y a la afortunada (y hoy un tanto en entredicho por parte de algunos que por edad ni asistieron a la misma) transición española, Cuenca Toribio se recrea demoradamente en la evocación de este período fecundo y luminoso de nuestra historia, en el que nuestro país alcanza una plena normalidad occidental europea, con un recuerdo emocionado a un tan alto español como el historiador don Claudio Sánchez Albornoz y a otro ilustre liberal hispánico, don Salvador de Madariaga.

A mí, particularmente, me enriquece y gratifica el pensar que en el claustro de la monumental y castrense catedral de Ávila reposan los restos hermanados de dos egregios españoles de Castilla, don Claudio y de otro abulense no menos ilustre y de tan alta significación, como el presidente Adolfo Suárez. A ellos sumo el recuerdo de otro madrileño-abulense entrañable, el gran George de Santayana, un espíritu del 98 en la cultura angloamericana, que nunca abdicó de su ciudadanía española.

‘Historia de la derecha en España’. Autor: José Manuel Cuenca Toribio. Editorial: Almuzara. Córdoba, 2017.