La muerte de un artista suele dejar un hueco importante, de un artista de cualquier manifestación: literaria, pictórica, musical... La muerte de un artista se considera una pérdida irreparable, tan solo solventada por su legado, por todo aquello que nos deja para uso y disfrute de la humanidad, para nuestro deleite y alimento permanentes.

Pero en muchas ocasiones cuando un artista fallece nos hacemos eco de ello poniéndonos de protagonistas, restando incluso importancia a la grandeza de su obra. Somos nosotros, en este caso, los que no difundimos por mero reconocimiento y sin contrapartidas todo lo que nos ha transmitido el difunto.

Incluso nos vanagloriamos de hacer públicas fotos con ellos, descubrir a la opinión pública correspondencia sin valor alguno. Tan solo para sentirnos protagonistas de un fallecimiento ajeno. La mejor manera de reconocer la grandeza de una obra ajena, de alguien que ya no está entre nosotros, es su difusión, su difusión sin contrapartidas, su difusión sin protagonismos, su difusión por la propia naturaleza de esa obra y su posterior o simultánea grandeza. En este caso no hay que mencionar ejemplos. Son conocidos de todos. Desgraciadamente los grandes nos suelen dejar cuando les llega su hora. También aquí hay que saber diferenciar a los grandes de los aprendices, pero ese es otro tema para otro momento. Ya lo escribió Luis Rosales: «Porque la muerte no interrumpe nada». Aunque seamos nosotros los que nos entrometamos en interrumpirla y, en más de una ocasión, en hacerlo sin haber valorado la enormidad de la pérdida.

Toda pérdida suele ser una ausencia, una privación corporal. Y nos quedan sus obras que nunca serán ausencias. Pero las ausencias nunca serán «tus muertos», deben ser «los muertos», los muertos de todos aquellos que admiramos el arte y la grandeza en todas sus manifestaciones.