La participación como coguionista en la última película de los directores Miguel Ángel y Fátima Entrenas, titulada Inca Garcilaso, el mestizo, me invita a una serie de reflexiones histórico-literarias al calor de tan señero personaje, fundador de la gran prosa narrativa hispanoamericana, así como, a su vez, desencadenante o inspirador, en mi modesta opinión, del que va a ser uno de los prototipos clave de nuestro teatro romántico.

Cordobés adoptivo con todo derecho y cordobés de honor habrá de considerarse a este segundo Garcilaso de la Vega, el Inca, de nombre Gómes Suárez de Figueroa, descendiente del gran poeta toledano, y nacido en el Cuzco (Perú) en 1539, hijo de un conquistador español, el capitán Garcilaso de la Vega, y de la ñusta (es decir, princesa inca en quechua) Chimpu Ocllo, nieta de Túpac Yupanqui y sobrina de Huayna Cápac. Su vida transcurrió desde los veintiún años hasta su muerte, en 1616, entre Montilla y Córdoba, en cuya Mezquita-Catedral está enterrado en la llamada Capilla de las Ánimas, que el mismo Inca hizo levantar para su cristiana sepultura.

Varias sangres, y de muy claro origen, confluían en las venas de este auténtico símbolo o emblema de esas dos estirpes, inca e hispánica, que se confabularon genéticamente para alumbrar la rica personalidad, a la vez conflictiva y conciliatoria, de este primer américo-hispano que inaugura la gran tradición literaria del Nuevo Mundo en lengua española.

Tras la muerte de su padre, quien le deja cuatro mil pesos para proseguir sus estudios en España («cuatro mil pesos de oro y plata ensayada y marcada -dice su testamento- para que estudie en España, porque así es mi voluntad por el amor que le tengo, por ser como es hijo natural y por tal le nombro y declaro»), en 1569, desembarca en Lisboa.

Entre otros asuntos familiares, viene a nuestra patria para solicitar mercedes por los servicios de su padre, gobernador del Cuzco, por los servicios prestados a la Corona en la pacificación del Perú y también para limpiar el honor de su progenitor ante el Consejo de Indias, acusado por los cronistas Agustín de Zárate y Francisco López de Gómara de «haber ayudado al traidor Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina, y darle el triunfo al prestarle su caballo Salinillas».

Fracasado en su empeño, se dirige a la ciudad de Montilla a visitar a sus parientes más cercanos en España, sus tíos paternos, don Alonso de Vargas y su noble esposa doña Luisa Ponce de León, emparentada con la familia de don Luis de Góngora, quienes le acogen cordialmente, en especial, el hermano de su padre, quien terminará nombrándolo heredero de todas sus propiedades agrícolas y ganaderas. En dicha casa descubre a María de Angulo, de la que va a enamorarse, aunque no va a contraer matrimonio con ella por la oposición de su tía, que parece discriminarlo en su fuero interno, con una cierta altivez aristocrática, por su origen mestizo y hasta bastardo, terminando por recluir a la joven en un convento.

Sus Comentarios reales son la brillante y melancólica evocación del esplendor, cultura e historia de sus antepasados los incas, de los que él se consideraba tan orgulloso descendiente como de los conquistadores españoles de aquel vasto imperio.

Al año siguiente de su muerte, acaecida en 1616, aparecerá en Córdoba la segunda parte de su magna empresa, la Historia general del Perú.

UN HITO DEL TEATRO ROMÁNTICO

Y ahora saltemos unos siglos. El Don Álvaro o la fuerza del sino, del cordobés Ángel de Saavedra, estrenada el 22 de marzo de 1835, es la obra fundacional del romanticismo dramático español. En ella, el protagonista, el indiano Don Álvaro, hijo de un noble español y de una princesa inca, venido a España para salvar el honor familiar por torpes acusaciones contra su padre, se ve fatalmente perseguido por un hado adverso, que se ceba en él y en cuantos le rodean, y ante el que es inútil oponer todos los esfuerzos posibles para vencer esa fatalidad, que terminará por desencadenar la muerte de todos ellos y abocarle a la desesperación y al suicidio.

La acción comienza en Sevilla a mediados del siglo XVIII. Don Álvaro, indiano de misterioso origen, que despierta la admiración del pueblo por su valor en la plaza, se enamora de la noble doña Leonor de Vargas, hija del Marqués de Calatrava. Ante la oposición paterna, decide raptarla, pero esa misma noche mata casualmente al padre de ella que se interpone en la acción. Huye a Italia como capitán del ejército español; allí conoce a don Carlos, compañero de armas y hermano de Leonor, del que se hace amigo, pero finalmente éste descubre la verdadera identidad del personaje, al que acusa de la muerte de su padre, y al que reta a duelo.

Don Álvaro, que se oponía a tal desafío, termina por dar muerte a don Carlos. Desesperado, se refugia en un convento de la sierra de Hornachuelos. Hasta allí le persigue el otro hermano, don Alfonso. Don Álvaro se niega a batirse de nuevo en duelo, pero, cegado por los insultos que recibe, termina por herir de muerte a su oponente. En busca de confesión para el agonizante, se dirige a una ermita en la que vivía refugiado un ermitaño penitente, que resulta ser doña Leonor, que allí se halla recluida desde la muerte de su padre; ésta acude a su hermano, quien, al creerla en compañía de su amante, le da muerte. Don Álvaro, impotente ya de soportar un hado tan adverso, invocando a los poderes del infierno, en el fragor de una tormenta, se precipita a una sima de la sierra, mientras se escucha a lo lejos el coro de la comunidad, que se acerca lentamente, entonando el Miserere y terminando la obra con la solicitud, por parte de los frailes, de «¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia!».

¿ES EL INCA INSPIRADOR DE DON ÁLVARO?

El maestro Azorín, que fuera tan fino crítico de toda nuestra literatura, en su libro Rivas y Larra (1913), se muestra, esta vez, bastante incomprensivo, al valorar el empuje y potencia dramática de esta obra, pues equivocadamente aplica a una acción tan tempestuosa y arrebatadamente romántica una serie de criterios estrictamente clásico-racionalistas, inapropiados para la exégesis de tal acción dramática. Es decir, empleando para su análisis un instrumental crítico inoperante o inválido para una obra de este tipo.

Tanto el crítico francés G. Boussagol, en 1926, como Joaquín Casalduero o Ricardo Navas Ruiz, han venido reiterando que en el origen literario de este personaje podría estar en una tal «leyenda del indiano», que el niño Ángel de Saavedra podría haber escuchado en Córdoba de labios de algún criado. ¿Pero qué indiano es éste? Lo que nosotros, modestamente, pretendemos explicitar en este artículo es que dicho protagonista dramático está fundamentado, en concreto, en la sugestiva personalidad y complejos orígenes de este concreto Garcilaso, nuestro americano, con los respectivos inconvenientes y ventajas que a tal personaje le supusieron a lo largo de su vida, pues no es frecuente que suelan aparecer indianos de tan acrisolado abolengo cada temporada por nuestras latitudes.

INTRODUCTOR DEL TEMA DEL MESTIZAJE

El Duque de Rivas no sólo introduce en nuestra literatura el tema del mestizaje, como apunta Casalduero, sino que, como advirtiera mi maestro don Ángel Valbuena Prat, en su Historia del teatro español, y recogiera luego Ricardo Navas Ruiz, «no se ha observado lo suficiente la condición social de don Álvaro, que, sin embargo, es el origen de su mala estrella»; reiterada y nefasta mala estrella ante la que parecía sonreír con una cierta ironía condescendiente el maestro Azorín, por considerarla excesivamente melodramática y difícilmente concebible desde una óptica racional. En nuestra opinión, la «mala estrella», el trágico fatalismo que gravita sobre nuestro personaje no proviene de ninguna otra instancia superior que de su concreta condición social y racial, repudiada por una sociedad fuertemente jerarquizada y aristocrática como la andaluza de la época.

Sencillamente, la tragedia está desencadenada por el prejuicio racial de la mayoría de los personajes, pertenecientes a dicha aristocracia, que ven en el pretendiente de la hija o de la hermana no sólo a un advenedizo social sino a un individuo de sangre impura, de otra raza (inferior por supuesto) por su origen indiano. En ello va a consistir la «mala estrella», el «mal sino» desencadenante de tan aciagos episodios que a Azorín le parecían meramente casuales o excesivamente melodramáticos.

En apoyo de nuestra tesis, lo que nosotros vamos a hacer es, sencillamente, destacar en este artículo una serie de versos de la obra que nos van a definir de manera clara y terminante la personalidad de este indiano, que no es un indiano cualquiera, venido del Perú, un perulero como se les solía llamar, sino un indiano que, a su vez, era de muy noble sangre inca y española, cuya mezcla es la que determina su desgracia, constituyendo el Don Álvaro o la fuerza del sino la primera obra en la que, según Valbuena Prat, se denuncia el racismo por parte de cierta nobleza y clero ante este advenedizo de la otra orilla del océano. Esas notas y esos versos van a ir definiendo un bastante fiel retrato o etopeya de nuestro inca, aunque el entramado de la obra y desenlace tengan una tragicidad que, afortunadamente, no tuvo que soportar tan crudamente nuestro Gómez Suarez de Figueroa, pero cuyos rasgos biográficos y raciales sí que contribuirían a configurar el enigmático personaje al que da vida dramática Ángel de Saavedra.

LA FINCA DE HORNACHUELOS

Por otra parte, el Duque de Rivas, propietario de una finca familiar cerca de Hornachuelos, pudo contemplar la quebrada del río Bembézar con el imponente despeñadero llamado el Salto del Fraile, con la leyenda del fraile suicida, cerca del convento de los Ángeles, y donde escucharía la tradición de la cueva de la mujer penitente. Todo ello, amalgamándolo en su imaginación, alimentaría los rasgos de la personalidad de su inaugural protagonista romántico, ese extraño y misterioso forastero mestizo en medio una sociedad aristocrática, enfrentado a los prejuicios, raciales y de casta, de la nobleza tradicional, y, sin embargo, despertando la admiración y el aplauso de las capas populares, del que nos dirá Preciosilla, ya en la escena primera en la que se habla y se comenta sobre tan enigmático personaje, ante sus alardes taurómacos en la plaza, que «don Álvaro el indiano, a caballo y a pie, es el mejor torero que tiene España». A lo que opondrá otro hablante: «Amigo, el señor Marqués de Calatrava tiene mucho capote y sobrada vanidad para permitir que un advenedizo sea su yerno».

En varias ocasiones se habla de ese origen exótico de tan peregrino y seductor personaje, tan eficaz a efectos literarios desde la sensibilidad romántica. He aquí algunas:

-Tío Paco: «La otra tarde estuvieron aquí unos señores, (...) y uno de ellos dijo que el tal don Álvaro había hecho sus riquezas siendo pirata... (...) Y luego dijeron que no, que era..., no lo puedo declarar... Finca... o brinca..., una cosa así... Así como... una cosa muy grande allá de la otra banda».

-Oficial: «¿Inca?».

-Tío Paco: «Sí, señor, eso, Inca... Inca».

En la escena primera de la jornada cuarta, don Álvaro expresa a don Carlos de Vargas, hermano de doña Leonor, su noble origen indoamericano como digno pretendiente de la mano de su hermana y de análogo abolengo: «...yo os juro/que no os arrepentiréis/cuando a conocer lleguéis/mi origen excelso y puro./Al primer grande español/no le cedo en jerarquía;/es más alta mi hidalguía/que el trono del mismo sol».

En la jornada quinta, don Álvaro, ya monje, ante la acusación de don Alfonso de Vargas (que ha ido a desafiarlo al mismo monasterio de los Ángeles, en venganza por la muerte de su padre y el rapto de su hermana), ante esa acusación de «...la inmunda/mancha que hay en vuestro escudo», el indiano, alzándose con furor, responde: «¿Mancha?... y ¿cuál?..., ¿cuál?...». Don Alfonso: «¿Os asusta?/Don Álvaro: «Mi escudo es como el sol limpio,/como el sol». Don Alfonso: «¿Y no lo anubla/ningún cuartel de mulato?/¿De sangre mezclada, impura?».

Y luego, tras informarle a don Álvaro de que ha estado indagando en Lima por su misteriosa identidad, llegando a acusarle de una presunta y distorsionada traición del padre del Inca a la corona, aprovechándose de las discordias civiles del momento, sentencia: «De aquel Virrey fementido/que (pensando aprovecharse/de los trastornos y guerras,/de los disturbios y males/que la sucesión al trono/trajo a España) formó planes/de tornar su virreinato/en imperio, y coronarse,/casando con la heredera/última de aquel linaje/de los Incas (que en lo antiguo,/del mar del Sur a los Andes/fueron los emperadores), /eres hijo. (...)/Tú entre los indios creciste,/como fiera te educaste,/y viniste ya mancebo/ con oro y con favor grande,/a buscar completo indulto/para tus traidores padres».

Creo que el asunto queda bastante explícito, y el inca en el que se inspira, en gran medida, el duque no podría ser otro que nuestro Gomes Suarez de Figueroa. No llegaban, pues, cada temporada uno o dos incas a Córdoba o a Sevilla. Los padres de ambos -uno en las crónicas, otro en el drama- fueron acusados de traidores a la corona, y sus respectivos hijos, ya en la Corte o sobre la escena, acudirán a la justicia para reivindicar el honor familiar. Todo parece confluir, pues, a la conclusión de que el indiano, cuyo cuento oyó de niño Ángel de Saavedra y que dará luego cuerpo a su personaje dramático, es en concreto nuestro inca cordobés, si bien el duque le añadiera otra serie de elementos trágico-romántico-literarios a su personaje y argumento, que ya no tendrán nada que ver con la estricta peripecia biográfica de nuestro ilustre escritor peruano.

Estamos, pues, ante la primera obra que en nuestra literatura presenta y denuncia la moderna y muy actual temática de la intolerancia y la discriminación racial, que además se constituyen, en realidad, en la causa o en razón última del nefasto sino, o destino, que, indefectiblemente, se abatirá sobre el protagonista y desencadenará toda la tragedia.