Por azar llegó a mis manos una carta de las auténticas, por correo normal, en un sobre inmaculadamente blanco y una dirección de puño y letra. He de confesar que me hizo cierta ilusión, hacía bastante tiempo que un sobre de esas características no caía en mi buzón, pero pronto llegó la desilusión. Su procedencia era de una secretaría pública, su dirección, con letra bastante clara, recogía, en un total de once palabras, cinco errores o, mejor dicho, cinco ausencias de acentuación. Mi desencanto se produjo porque, en cierta manera, me sentía responsable. Me preguntaba si provenía de unas manos a las que yo había intentado enseñar, transmitir, inculcar; en definitiva, hacerle sentir un pellizco al cometer esas incorrecciones. Por mi profesión tenía un porcentaje muy alto de que esto fuera así: no lo investigué. Preferí la duda, si lo hubiera hecho, quizá mi desilusión hubiese sido completa.