Aunque había leído su obra muchas veces, nunca había estado cerca de Leopoldo María Panero: uno de los pocos poetas auténticos y genuinos, junto a Antonio Colinas, de su generación. Tenía, la verdad, mucho interés por conocerlo. Y hace menos de un mes, con motivo de Cosmopoética, pude sentirlo al fin cerca de mí. De entrada, me conmovió su aspecto frágil. Solo puedo decir que en el mágico derrumbe, en la orla de niebla que envolvía su presencia, hallé una sonrisa extraña, limpia y pura, la de un ser inocente flotando en el espacio de un limbo celeste, eterno, angelical. Era un cuenco de barro herido por la luz. Y al mirar sus ojos profundos, casi en ruinas, percibí el resplandor que transpira la locura, la blanca demencia que abre veredas transparentes en la selva del tiempo. Leopoldo, tan ausente, era un niño de arrugas, el ángulo sublime de la clarividencia en la agreste oscuridad.