HISTORIAS DEL CENTRO

El pozo de los diablos

Plaza Cardenal Toledo

Plaza Cardenal Toledo / Manuel Murillo

Entre las no pocas leyendas ejemplarizantes que conforman el imaginario cordobés encontramos la que enfrenta a San Álvaro de Córdoba con unos diablos en la que hoy es la plaza Cardenal Toledo, que en aquel momento era el claustro del monasterio de Santa María de las Dueñas, y en la que el agua --que todavía brota en la citada plazoleta-- es protagonista junto al santo como elemento representativo de la fuerza del bien contra el mal.

Según consta en el Portal de Archivos Españoles (Pares) del Ministerio de Cultura, el monasterio de las Dueñas fue fundado por Egas de Venegas y Beatriz de Tortosa en 1370, quienes entregaron unas casas que eran de su propiedad para levantar el monasterio que perteneció a la orden de San Bernardo hasta la desamortización de 1868. Aunque se le tiene por el más grande y lujoso de la ciudad, poco se sabe de este recinto que se extendía, aproximadamente, desde la actual calle Alfonso XIII hasta la Cuesta del Baílio, en paralelo a la calle Alfaros. Las crónicas refieren que el convento tenía un huerto que daba numerosos frutos gracias a un venero que proporcionaba abundante agua (de hecho, la fuente de la Fuenseca, originariamente, se surtía de este manantial). Así, en medio del claustro del convento había un pozo que sería conocido como el ‘Pozo de los Diablos’ por la leyenda protagonizada por el santo cordobés. 

Distintos relatos refieren que una noche estaba San Álvaro meditando en su cueva junto al convento de Santo Domingo --que él mismo había fundado--, cuando sintió una gran algarabía, y al asomarse pudo comprobar cómo descendía por la ladera una legión de demonios. Otros autores indican que oyó pasar por el cielo una legión de demonios y pintan un cielo enrojecido mientras los espíritus malignos explicaban al fraile que se dirigían a Córdoba, al convento de las Dueñas, a recoger el alma de la monja Juana Díaz, que estaba a punto de morir en pecado, según Ramírez de Arellano

Otras versiones solo mencionan que bajaban a tentarla, con permiso del mismísimo Dios, en la última hora de su vida. San Álvaro, al parecer sin temor alguno, pidió a los demonios que, a su regreso, le contaran cómo les había ido y, nada más alejarse, volvió a su cueva y se pasó la noche orando por la salvación del alma de esta hermana.

Las oraciones de San Álvaro impidieron a los demonios llevarse el alma de la monja

Las oraciones del venerable surtieron efecto porque, según recoge la crónica de Luis Sotillo de Mesa en 1628, «no pudieron los enemigos pasar de un pozo, que está en medio de un patio, treinta y cinco varas antes de la enfermería, y corridos y avergonzados de ver que sus trazas y ardides no eran bastantes contra aquella alma para rendirla, cascaron el brocal del pozo, y le quitaron un pedazo y se volvieron haciendo por el campo mayor estrago y mayor ruido que antes».

A su vuelta, los demonios dijeron a San Álvaro que no habían hecho nada porque «estaba la cama cercada de abejorros y ‘capilludas’ (llamando por este nombre a las religiosas que le estaban acompañando y ayudando a bien morir) y tú acá también rogando por ella y atormentándonos con tu oración, con tus lágrimas y ‘diciplinas’; y diciendo esto se fueron como corridos los que pensaron volver vencedores», relata Sotillo de Mesa. De esta forma, el brocal del pozo del claustro permanecería roto durante décadas, adquiriendo para siempre el sobrenombre de Pozo de los Diablos.

Aunque para nuestra mente moderna la historia resulta sin duda fantástica, no podemos dejar de mencionar que Sotillo de Mesa, en su crónica de 1628, menciona que en el proceso de beatificación de San Álvaro varias personas reconocieron haber oído hablar del suceso a otras que lo habían presenciado. «Tan fervorosa fue la oración que hizo estar a raya a los demonios, y como atestiguó doña Teresa Muñiz de Godoy, religiosa de la tercera orden de Santo Domingo, persona tan santa como noble, y doña Andrea de Cárdenas, monja del mismo convento de las Dueñas, y doña Leonor Carrillo, abadesa, todas ancianas, pues tenían cuando se hizo el primer proceso de setenta a ochenta años de edad, haberlo oído decir a los que en aquel tiempo fueron, y se hallaron presentes, y después lo refirió a otras el ilustrísimo señor don fray Luis de Mendoza siendo obispo de Córdoba», relata la citada crónica de Sotillo de Mesa.

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