Hubo un tiempo en que Córdoba fue tierra de asaltadores y bandoleros, no me lo tomen a mal. La provincia, situada desde época romana como un lugar de paso estratégico, de unión entre la meseta y el sur, era paso obligado de viajeros y un reclamo para los bandidos que convirtieron sus sierras agrestes en su hogar-refugio para ocultarse de la Guardia Civil caminera. 

Aunque estos forajidos existieron desde siempre, su figura comenzó a adquirir tintes románticos a partir del siglo XIX, ayudados, en gran parte, por una prolífica producción literaria que encontró en estos personajes el alter ego perfecto para que los protagonistas de las historias denunciaran las injusticias del momento o provocaran el desvelo de las damas ante la posibilidad de entablar amoríos con aventureros educados, valientes y apuestos.  Muchos de estos personajes, algunos ficticios y otros no tanto, se convirtieron en auténticos defensores de la libertad y de valores como el amor verdadero o la justicia social. Por eso también fueron fuente de inspiración para la música y más tarde el teatro y el cine, aunque lo cierto es que, en la vida real, los bandoleros eran verdaderos delincuentes.

La capital también tuvo a su héroe-villano bandolero, un hombre temido y adorado a partes iguales cuya última hazaña tuvo lugar en la plaza de La Trinidad. Se llamaba José Tirado Pacheco, un ecijano que se afincó en Córdoba capital en la segunda mitad del siglo XIX y cuya trayectoria y final se recoge en el libro Crónica negra de la historia de Córdoba. Antología del crimen, de Antonio Puebla Povedano y José Cruz Gutiérrez. Pacheco solía exigir pagos a los agricultores de los alrededores y cuando se acercaba a la ciudad lo hacía disfrazado para pedir una contribución en las casas más pudientes. Fue tal su fama que aparece en La feria de los discretos, de Pío Baroja, presentándose a uno de los protagonistas de la obra: «Yo soy Pacheco el caballista; vamos, Pacheco el bandido. Ahora, si quiere usted ser amigo de Pacheco, aquí está mi mano»

El bloguero Rafahell recoge en su página Qurtuba Fábulas algunas de las referencias a Pacheco que aparecieron en la prensa de la época, donde era un personaje conocido, como la del 14 de agosto de 1865 del diario madrileño La Correspondencia de España: diario universal de noticias, en la que se anunciaba: «Otro nuevo héroe, el bandido Pacheco, ha aparecido en campaña, produciendo un gran terror en los sitios donde se presenta: este hombre que es pequeño en estatura, es grande en el extraordinario arrojo y desfachatez que tiene: se atreve hasta ha imponer contribuciones, según dicen algunas personas, habiéndose escapado hasta aquí de la persecución que con mucha constancia se le hace, por la extraordinaria ligereza y astucia que posee (...)». Fue arduamente perseguido por la Guardia Civil, pero su final le llegaría justo antes de la Batalla de Alcolea, en septiembre de 1868, en la revolución conocida como La Gloriosa, que terminó derrotando a las tropas afines a la corona y supuso el final del reinado de Isabel II y su posterior salida de España.

El periodista Ricardo de Montis escribía en 1919 una crónica sobre la muerte de Pacheco en sus conocidas Notas cordobesas, en la que explicaba cómo el bandolero perdió la vida. Relata que Pacheco llegó a la ciudad acompañado de su cuadrilla, que junto a amigos y seguidores le gritaban a su paso «¡Viva el general Pacheco!». El forajido llegó a la plaza de La Trinidad, al Palacio del Duque de Hornachuelos, que por entonces era el jefe político de la provincia, para solicitar su indulto a cambio de «pelear en los campos de Alcolea, en el sitio de mayor peligro.» Entregó un escrito al general Caballero de Rodas y este le citó al día siguiente a la misma hora. El general se informó sobre quién era Pacheco y al conocer la gravedad de sus fechorías buscó al mejor tirador de sus regimientos para que le disparara al día siguiente y para que pudiera identificarle le dijo que Pacheco llevaría un sable de sargento, «con bolas encarnadas». 

Al día siguiente, Pacheco recorría «las principales calles de la ciudad entre vítores y aclamaciones estruendosas», puntual a su cita. En Las Tendillas, un hombre le entregó como presente un sable de sargento para que lo usara en Alcolea. Era la señal que esperaba el tirador, que al verlo llegar a la plaza de La Trinidad disparó sin miramientos. «El malhechor sólo pudo pronunciar una palabra; no fue una blasfemia ni una maldición; fue un calificativo denigrante para sus matadores», se recoge.