80 años después, la batalla de Pozoblanco sigue siendo la gran desconocida de nuestra última guerra civil. Iniciada por Queipo de Llano, no fue una simple escaramuza para reactivar el frente en Andalucía; ni siquiera una maniobra de auxilio a los doscientos guardias civiles y más de mil vecinos de Andújar sitiados en el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza; ni un intento de hacerse con las minas de mercurio de Almadén; ni un conato de tomar Ciudad Real y parte de Toledo con la intención de aislar Jaén y Granada, por un lado, e intensificar el cerco de Madrid, por otro. No. La batalla de Pozoblanco, que tuvo lugar entre el 6 de marzo y el 21 de abril de 1937, y cuyos combates más intensos y sangrientos se libraron en Villanueva del Duque, supuso un ensayo en toda regla de la masacre definitiva, la del Ebro. Las sierras, los arroyos, la dehesa, las cercas, las lomas, el coto minero de El Soldado, los escombros de Villanueva del Duque y de Alcaracejos se convirtieron en un gran tablero de ajedrez sobre el que los contendientes distribuyeron un número de efectivos humanos y de recursos materiales sin precedentes, tanto españoles como extranjeros.

La partida se saldó con una de las grandes victorias republicanas, comparable a la de Jarama. Sin embargo, ni los vencedores ni los vencidos le concedieron la importancia que tuvo. Estos prefirieron callar la única derrota del invicto general, jefe del Ejército del Sur; aquellos, en cambio, no la valoraron en su justa medida por dos motivos: la coincidencia en el tiempo con la toma de Guadalajara, operación del alto mando gubernamental con la intención de que el rival no acumulase más efectivos en el Frente de Córdoba, y la desconfianza sectaria y el recelo cainita de los comunistas hacia el artífice de la gesta, el teniente coronel Joaquín Pérez Salas, militar de formación que no simpatizaba con las ideas de estos y que, consciente de la necesidad de un ejército estructurado, nunca estuvo a favor de las milicias.

La contienda adquiere unas dimensiones épicas no solo por la elevada concentración de soldados y de efectivos, por el extremo desgaste de los combatientes debido a la brutalidad y a la crueldad de los ataques y las pésimas condiciones atmosféricas, sino también por la resistencia heroica de un contingente menos numeroso, que supo reorganizarse a la espera de refuerzos, por el efecto sorpresa de una contraofensiva que puso contra las cuerdas a las todopoderosas huestes sublevadas, pero, sobre todo, por las historias individuales de supervivencia y por el compromiso de unos batallones de pedrocheños que luchaban por su tierra.

Sin querer quitarle mérito a Pérez Salas, es obvio que en esta quijotesca labor de resistencia jugaron un papel crucial otras personas como el poeta y comisario político Pedro Garfias, quien, cuando el enemigo se encontraba a las puertas de Pozoblanco, arengó a los miembros del Estado Mayor para que el pueblo no se abandonase, y, por supuesto, los milicianos de la comarca de Los Pedroches -integrados en los batallones Pozoblanco, Pedroches y Garcés-, quienes no querían dejar sus pueblos en manos de los moros y de los fascistas y que, en un Madrid en miniatura, hicieron suyo el grito de «¡No pasarán!».

La ofensiva franquista se inició la noche del 6 de marzo y enfrentó a cuatro columnas perfectamente estructuradas, apoyadas por un gran número de piezas de artillería y por la aviación, contra un par de brigadas y un puñado de baterías. Aunque era un enfrentamiento desigual, la lucha se llevó a cabo con una ferocidad e intensidad inimaginables. El primer episodio tuvo lugar en el cruce de El Cuartanero y duró tres días, hasta que la guerra mostró todo su horror, salvajismo y sinsentido en Villanueva del Duque. El pueblo fue bombardeado sin cesar por cazas italianos y arrasado por el fuego de artillería, antes de ser tomado el día 10 por los sublevados. Consciente de la importancia del enclave, Pérez Salas planteó un contraataque. Apoyados por las baterías y el fuego de ametralladoras, los rivales pelearon casa a casa, cuerpo a cuerpo, a sablazo puro y a bayoneta calada, dejando un número de cadáveres estremecedor, hasta el punto de que, en la noche del 13, el pueblo fue tomado alternativamente en cinco ocasiones. Tremendamente sanguinaria fue también la entrada en Alcaracejos el día 15 por parte de Álvarez Rementería y Barutone.

Con el repliegue de los leales al Gobierno a un Pozoblanco derruido, la contienda entró en un frágil compás de espera. El avance de las columnas se hizo en dos direcciones, por la carretera de Alcaracejos y por la de Villaharta. Los que venían por la primera se quedaron a dos kilómetros por el sudeste; los que avanzaban por la segunda se atrincheraron en el lavadero de El Pilar de los Llanos y trabaron la refriega con los defensores de la República, que se hicieron fuertes en la plaza de toros. Pozoblanco resistía a duras penas. La noche del 17 se produjo la evacuación de los vecinos y las tropas se replegaron a una línea de trincheras al otro lado del arroyo de Santa María. La caída parecía inminente. Pese a las órdenes del Estado Mayor de abandonar el pueblo, los escasos y agotados efectivos volvieron a sus líneas de trincheras y resistieron como pudieron.

Con la llegada de nuevos refuerzos, entre ellos los ansiados cazas, el XX batallón internacional de Aldo Morandi, una compañía de tanques T-26 y varias baterías, el 24 de marzo se inició la contraofensiva republicana. El factor sorpresa del ataque de Pérez Salas, el desgaste de las tropas fascistas y el número superior de unas brigadas más frescas y con más medios presentaban un mapa de operaciones completamente diferente. Incapaz de contener el avance, el mando golpista ordenó la retirada tras unos intensos combates en Alcaracejos. Este pueblo, Villanueva del Duque, el Calatraveño, Cabeza Mesada y El Soldado fueron tomados entre los días 30 y 31.

Pero la estrategia del teniente coronel no era solo recuperar el terreno perdido, sino hacerse con Peñarroya. Con tal fin, siguieron llegando refuerzos al frente, entre ellos la XIII Brigada Internacional, y se constituyeron dos agrupaciones: una a las órdenes del coronel Mena, que atacó la rica localidad minera e industrial, y otra mandada por Pérez Salas, con las brigadas y batallones más veteranos en el subsector, que avanzó por las carreteras de Espiel y Villaharta. El 6 de abril, las tropas de Pérez Salas lanzaron un brutal ataque por esta última carretera y se hicieron, en una nueva sangría, con el cerro de La Chimorra, Sierra Noria y la Loma de Buenavista. Por su parte, las brigadas de Mena se adueñaron del triángulo Valsequillo-Los Blázquez-La Granjuela; sin embargo, tras un encarnizado choque en Sierra Mulva vieron frenadas todas sus aspiraciones.

Queipo de Llano, previendo el peligro, envió refuerzos a Peñarroya, que, unidos al cansancio de las tropas republicanas y a la pérdida del factor sorpresa, hicieron que la contraofensiva se estancase y ambos contendientes se afanasen en una estéril y cruenta lucha por hacerse con diversos cerros y altozanos que cambiaban de dueño. El avance por la carretera de Villaharta se detuvo, igualmente, y sus hombres fueron trasladados a Valsequillo y a la zona de Peñarroya. A partir de este momento solo hubo débiles refriegas, lo cual implica que no haya unanimidad entre los historiadores a la hora de dar por concluida la batalla de Pozoblanco, cuya fecha de fin oscila entre el 13 y el 21 de abril.