¿Queda herido de muerte el mito de Robert Capa, el corresponsal de guerra casi suicida, jugador, seductor y embaucador pero apóstol y mártir de la verdad fotoperiodística aun a riesgo de la propia vida? En todo caso, queda malparada la realidad del Robert Capa que viajó por primera vez a España en 1936. Con 22 años, necesitado de vender sus imágenes y compremetido en explicar la tragedia republicana, esa fue su primera experiencia bélica. En Barcelona, donde llegó el 5 de agosto, él y Taro fotografiaron a milicianas apostadas en las barricadas de julio. En Huesca fotografiaron una acción simulada, a falta de nada mejor. Estuvieron en Madrid, pasaron por El Alcázar y el 5 de agosto llegaron a Córdoba, atraídos por las noticias de una ofensiva republicana. Estuvieron en Cerro Muriano y fotografiaron a civiles huyendo. Poco antes o después, no se sabrá, debieron pasar por la localidad cordobesa de Espejo.

La fama

El verdísimo fotógrafo se hizo un nombre enviando a París una foto que ya es seguro que fue un montaje. Nunca quiso hablar de ella y cuando tuvo que hacerlo dio versiones fantásticas. Y su compañera murió aplastada por un tanque en Brunete. Resulta tentador pensar que en los siguientes 18 años, en que mostró un arrojo casi suicida en China, Túnez. Sicilia, Nápoles, Anzio, Normandía, las Ardenas, Leipzig, Israel e Indochina, donde una mina acabó con él en 1954, se dedicó a redimir un pecado original.

El mito persiste con el paso del tiempo, aún más trágico. Como el general della Rovere de Rossellini: un estafador que se hace pasar por héroe acaba asumiendo orgullosamente su papel y se obliga a serle fiel hasta morir.