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Córdoba Califato Gourmet 2025

Córdoba Califato Gourmet | Historia gastronómica de Córdoba: Lo mejor de Roma, Al-Andalus y América

La bética ya era garantía de buenos productos para roma

Campo de olivar en la campaña de Córdoba, un paisaje de olivar con dos mil años de historia.

Campo de olivar en la campaña de Córdoba, un paisaje de olivar con dos mil años de historia. / CÓRDOBA

Juan M. Niza

Juan M. Niza

Córdoba

Sin querer sentar cátedra ni hacer de este reportaje ninguna tesis sobre la historia de la gastronomía cordobesa, lo que sí es necesario es remontarse a la antigua Bética romana para encontrar las raíces del ‘corpus’ culinario de la cocina tradicional cordobesa. Y es que, como hecho cultural que es, la gastronomía es una superposición de civilizaciones que introdujeron alimentos nuevos y los adaptaron a la mesa de su época. De hecho, ese será el criterio para este breve repaso histórico al acervo culinario cordobés: los cambios en el campo y en las huertas que consolidaron productos para las cocinas.

Y al respecto, está claro que hay que comenzar hablando del olivo, cuya teoría más escuchada es que fue introducido por los fenicios en las colonias costeras y posteriormente los romanos lo hicieron frecuente en grandes extensiones del interior peninsular, especialmente en los fértiles valles fluviales. Pero ni siquiera eso está claro. Estudios arqueológicos y de paleobotánica ya encuentran restos de leña de olivo y de polen en yacimientos de la Edad del Cobre y del Bronce, entre los años 3000 y 1400 a.C. en la costa oriental de Almería, aunque la presencia en el interior peninsular es más tardía: en la Edad del Hierro, entre el 1400 y 400 a.C.

La explicación que se baraja es que se domesticaron subespecies autóctonas del olivo, como el acebuche, que posiblemente se cruzaron después con ejemplares propios traídos por los fenicios (en el Mediterráneo Oriental hay datados restos de este cultivo de 21.000 años de antigüedad) y posteriormente con otras variantes de olivo más productivos que llegaron con los romanos, algo de lo que sí hay constancia cierta.

Anfóra romana reconstruida en una exposición arqueológica.

Anfóra romana reconstruida en una exposición arqueológica. / CÓRDOBA

En todo caso, es proverbial la fama que tomó el aceite de oliva de la Bética y el poder económico que le dio a las familias hispanas, todo un grupo de presión política y económica en Roma en el siglo I d.C. Incluso permitiendo encumbrar como emperadores en una época posterior a Trajano y Adriano y, más tarde, a los también hispanos Marco Aurelio y Teodosio. Al respecto, no es ninguna exageración decir que los olivares de la Bética cambiaron la historia de Roma con los enormes beneficios comerciales que proporcionó el aceite, como atestigua aún, por ejemplo, los 25 millones de ánforas que componen el monte Testacio, la colina artificial de un kilómetro de perímetro y 50 metros de altura creada junto al puerto de Roma en la llanura subaventina a base de restos de ánforas que en su mayoría provenían de la Bética. Mucho de ello nos lo cuenta entre otros autores Alberto Monterroso en su obra Los emperadores de Hispania.

Olivares aparte, las huertas comenzaron a salpicar el valle del Guadalquivir con especies traídas por los romanos o reintroducidas por ellos. Vid, domesticada en la zona del Cáucaso hace 8.000 años; higueras, provenientes de Asia sudoccidental, ya común en el Egipto faraónico y difundidas por la cuenca mediterránea por griegos y fenicios; o el ajo, que en aquella época no era un condimento, sino un plato en sí mismo tras ser macerado en vinagre, además de legumbres nuevas, ganado, aves de corral, la potente caza local...

Y hay que desechar la idea de comidas pantagruélicas en la Corduba romana. La tradición estoica, particularmente arraigada en la Bética, permiten conjeturar que los banquetes eran más frugales de lo que las películas de Hollywood nos han acostumbrado a creer. De hecho, ahí están esas críticas en el siglo I d.C. del cordobés Séneca (Consolación a Helvia) y de Plinio el Viejo al epicúreo Apicio, al que se le atribuye ese complicadísimo recetario que en realidad no pudo escribir él, ya que los expertos actualmente datan la obra en el siglo V. Sin embargo, hay otra curiosidad al respecto. En ese magno recetario De re coquinaria, atribuido a Apicio, es casi imposible encontrar un plato que no contenga la salsa de las salsas romanas, el gálum exportado desde las costas de Hispania.

Un poquito de orden desde Córdoba

Y llegamos a una época en Córdoba con relación al buen comer en la que, lo primero, hay que felicitar al que en su día se le ocurrió el nombre de Córdoba Califato Gourmet para este ciclo que cumple diez ediciones. Y es que, obviando el último término francés, hablar de «Córdoba» y del «Califato» es hacer justicia a la historia y a un tiempo brillante en Occidente en lo gastronómico, sin duda el más revolucionario en esta parte del mundo en dos mil años.

La noria de la Albolafia, ejemplo de ingenio hidráulico árabe, regaba las huertas del Alcázar de los Reyes Cristianos.

La noria de la Albolafia, ejemplo de ingenio hidráulico árabe, regaba las huertas del Alcázar de los Reyes Cristianos. / A.J.GONZáLEZ

Y no solo porque, mucho antes de que Abderramán III instituyera el califato, el emir Abderramán II acogiera a Ziryab El Mirlo, que además de poeta y árbitro de la elegancia introdujo en la corte el orden en los platos para comenzar a disfrutar de la mesa como un arte, algo que acabaría extendiéndose a las cortes europeas, a la sociedad occidental misma. Cuando hoy en día el camarero del más refinado restaurante de París, el de un gastrobar de Australia o en un bar de carretera de Argentina pregunta «¿qué quiere usted de segundo?», sin saberlo rinden tributo a aquel Ziryab que se escandalizó al ver cómo todos los platos se plantaban a la vez en la mesa, incluso en la corte del emir.

Aunque solo sea por eso, Córdoba ya debería ser ensalzada cuando alguien se refiere a la cultura de la mesa, que va mucho más allá de lo gastronómico. Porque hablamos de civilización frente a la barbarie, de la comida no solo como necesidad biológica, sino como elemento de socialización, de ocio, de salud, de cultura... Algo que aún hoy parecen no comprender bárbaros de otros sitios imponiendo la comida rápida y engendros desordenados como el brunch... Ciertamente, y todo hay que reconocerlo, también en el mundo anglosajón ha surgido un movimiento, el slow food, que si fuéramos estrictos habría que reivindicar llamarlo Ziryab food.

La era dorada de las huertas

Pero lo de Ziryab se queda casi en anécdota comparado con lo que los agrónomos andalusíes consiguieron para Occidente, aunque aún hoy en día tanto le cueste a Europa y a los propios españoles reconocer los méritos de andalusíes de entonces. Habrá que preguntarse por el porqué de tanta incomodidad. Y es que la revolución agronómica desde el siglo IX al XII, sin exagerar, permitió que Europa pudiera comer muchos siglos. O al menos, saborear y ser algo más felices entre hambruna y hambruna. Nos referimos a las nuevas técnicas de cultivo y productos introducidos ya en el Emirato Omeya desde Oriente Medio y el Lejano Oriente, como alcachofas, acelgas, alubias, alcaparras, altramuces, albaricoques, almendras, alfalfa, azúcar, algodón, guisantes, lechugas, nabos, calabazas, sandías, melones, limón, lima, berenjena, naranjo amargo... Y nuevas variedades de vid, importantísima por el altísimo consumo de vino (musulmanes hispanos, incluidos) y de uvas pasas como endulzante. Tan importante fue el peso de los hortelanos andalusíes que incluso frutos del campo autóctono acabaron nombrándose en árabe, comenzando por la «oliva», en latín, nuestra andalusí «aceituna».

Un hortelano muestra orgulloso tomates cultivados en Córdoba.

Un hortelano muestra orgulloso tomates cultivados en Córdoba. / A.J. González

Sin ir más lejos, la Biblioteca Nacional conserva un tratado del sevillano Aben-Alawanz (siglo XII), el padre de la agronomía occidental, al que aún reivindicaba nada menos que a finales del siglo XVIII el ilustrado Marqués de Campomanes y aún presente en todo manual de esta ciencia en el siglo XIX. Pues bien, Alawanz analizaba ya sistemáticamente 120 productos de huerta. Y ahora, multipliquen las combinaciones de todos estos productos para imaginar la riqueza de la cocina de Al-Andalus. Al menos frente a esa mezcla de harina, col y verduras fofas que eran la base de lo que se podía simplemente engullir al norte del Duero y el Ebro, tanto en Hispania como en el resto de Europa.

También en la medicina

Pero la agronomía no es la única ciencia estrechamente ligada a la gastronomía en la que Al-Andalus destacó. Los sabios recuperaron aquella tradición griega y persa en la que se liga directamente la alimentación con el bienestar. El médico y cirujano de Alakén II, Abul-Casin-Zabraví (936-1013) en su enciclopédica obra de treinta volúmenes Tasrif, también consultada hasta principios del siglo XVII, dedica gran parte del tratado a esa máxima de la medicina árabe española: «El equilibrio exacto de los alimentos es el fundamento de la salud». Lo que ahora volvemos a venerar como dietética. Así, recoge una larga lista de alimentos y sus efectos en el organismo y su uso terapéutico. Incluso habla de cómo combinarlos para evitar lo que hoy llamaríamos «efectos secundarios».

Y algo más que quizá debería analizarse por los expertos. También la cocina andalusí introdujo en Occidente el azafrán (por cierto, tan caro como antaño), el perejil, el cilantro, el jengibre... Y ya se traían especias como el clavo. En definitiva, se recuperó después de siglos en Europa el gusto por los condimentos. ¿Es descabellado pensar que sin este impulso desde Al-Andalus el comercio de especias y la posterior Era de los Descubrimientos de Europa no habría sido posible?

Recetas y recetarios

Sin embargo, es curioso que frente a lo popular que está volviendo a ser, por ejemplo, el recetario romano de Apicio, se conozca tan poco el magnífico libro anónimo almohade (siglo XII y XIII) Kitab al-Tabij, traducido como La cocina hispano-magrebí durante la época almohade, con sus 545 recetas.

Cortando jamón, un manjar creado tras siglos de selección ganadera y artesanía en su curado.

Cortando jamón, un manjar creado tras siglos de selección ganadera y artesanía en su curado. / CÓRDOBA

O del Fadálat al-Jiwán, La virtud de la mesa en la bondad de la comida y los colores, de Ibn Razin al-Tuyibi, del que se conservan solo tres ejemplares, uno en Alemania, otro en Londres y otro en Madrid, con entre 428 y 475 recetas según el ejemplar.

Sin llegar a consultarlos, tampoco es muy difícil volver a la cocina andalusí: basta con replicar cualquier receta andaluza tradicional sin usar el cerdo ni productos llegados desde el siglo XVI de América y seguro que nos topamos con una delicia que podrían haber degustado en Al-Andalus, lo que no quita mérito a los defensores de esta genuina cocina mediterránea, a la investigación y al trabajo de adaptación de antiguas recetas andalusíes para incluirlas en cartas del siglo XXI. Aquí habría que nombrar de forma particular a Pepe García Marín, en El Caballo Rojo con sus berenjenas con miel de caña o el cordero a la miel que supo popularizar o, actualmente, a Paco Morales, a los que volveremos más tarde. Quién sabe... Quizá Abderramán III, que confesó haber sido solamente feliz 14 días en su vida, de vivir en estos días hubiera sumado algunas jornadas más de felicidad cenando en Noor, por ejemplo.

Cerdos imperiales, con perdón

Sin embargo, también a la otrora esplendorosa Córdoba andalusí llegaría la guerra, caballo del Apocalipsis que cabalga junto a la peste, la muerte... Y el hambre. Y poco puede hablarse de gastronomía con estómagos vacíos y corazones encogidos. Simplemente tengan en cuenta que la provincia de Córdoba, desde Pedroche, conquistada en 1158, a Benamejí, definitivamente ganada en 1361, fue tierra de frontera, en una época donde no bastaba con sitiar una fortaleza o localidad: se arrasaba con todo bosque, frutal y huerta para obligar a su pobladores a marcharse. Algunos documentos nos cuentan que a veces se contrataban para una campaña bélica a más leñadores que a soldados.

El caso es que, mientras el pueblo vivía como podía aprovechando los recursos de la tierra y el legado andalusí de nuevos productos de huerta, eran las élites las que más seguían disfrutando de esa herencia gastronómica. Eso sí, incorporando el cerdo, que se haría omnipresente pese al riesgo que entrañaba su consumo en una época en donde la triquinosis era lo más leve que podía sufrirse por comer este animal.

Sin embargo, muchos expertos actuales interpretan aquella devoción por lo porcino como algo político, como parte de una cruzada gastronómica para marcar distancia con las comunidades musulmanas y judías, que tienen prohibido su consumo. Más aún, y después de la expulsión decretada por los Reyes Católicos, para estos mismos especialistas consumir cerdo en público suponía a las familias de conversos despejar sospechas y dar fe frente a todos (y particularmente ante la temida Inquisición) de su cristianísima dieta, como después le ocurriría también a los moriscos. En resumen: a la fe por el cerdo, que además de una cuestión de pura hambre y supervivencia también era asunto culinario, religioso y político.

Nada que ver con aquel ganado

Lo curioso es que la vieja, sabia y paciente Córdoba, de nuevo volvió a convertir al invasor en parte suya y, además, haciéndolo mejor. Si algunos de aquellos cerdos escuchimizados del siglo XVI aparecieran de repente en Los Pedroches por arte de magia de una máquina del tiempo, los veterinarios tardarían minutos en aislarlo y ordenar el sacrificio de semejante reservorio de parásitos y plagas. Nada que ver con la ganadería elevada a arte, a través de la genética y la ciencia, de la actual DO Los Pedroches, uno de los pilares actuales de la gastronomía cordobesa.

Pepe García Marín, en la década de 2010, en su restaurante El Caballo Rojo.

Pepe García Marín, en la década de 2010, en su restaurante El Caballo Rojo. / FRANCISCO GONZáLEZ

Americanos, os recibimos con alegría

De nuevo a través del viejo padre Betis, pero en esta ocasión tras un viaje con mucha más agua de por medio, llegó una tercera revolución gastronómica a Córdoba: la de los alimentos provenientes de América. Hablamos entre otros del maíz, la patata, el tomate, el cacao, el aguacate, el pimiento, la piña, la yuca, la batata... Fueron productos que se encontraron para el siglo XVII plenamente introducidos en Europa, tras un camino con más o menos aceptación según el país, y que terminaron cambiando hábitos y dietas, a veces radicalmente, en el Viejo Continente. Proverbial fue la dependencia de la patata en países como Irlanda, como demostró las gran hambruna irlandesa (1845).

Sin esa dependencia extrema de un producto en concreto, en Córdoba no tardaría en incorporarse los alimentos llegados de América al recetario popular. Es un tópico recordar que los clásicos pimientos fritos, que fue plato típico de la Feria; la tortilla de patatas del bar Santos, los universales salmorejo y gazpacho o las patatas que a casi todo acompañan como guarnición son algunos de los mejores regalos de Colón a Córdoba, la ciudad en la que, por cierto, vivió más tiempo y en la que tuvo a su segundo hijo, Hernando, con Beatriz Enríquez.

En todo caso, los expertos coinciden en que del siglo XVI en adelante el modelo de excelencia gastronómica que se siguió en España fue muy distinto del de otros países, particularmente Francia, en donde la buena mesa, siempre en líneas generales, partía desde el rey y su corte hacia las clases más populares que secundaban como podían (hasta no poder nada) los dictados de la buena mesa. En España, sin embargo, esa búsqueda de la excelencia gastronómica tendría un camino inverso, partiendo del recetario popular, pasando por su refinamiento y, ya a partir del último tercio del siglo XX, con la reinvención y hasta la innovación más vanguardista.

Pioneros de la gran cocina cordobesa

Este fenómeno tuvo su reflejo en la ciudad, primero, con los pioneros de la gran cocina cordobesa. Hablamos de Pepe García Marín (1926-2018) desde que abrió El Caballo Rojo en 1971 tras comenzar en aquel modesto Casa Ramón (más tarde bar restaurante San Cayetano) de mediados de siglo XX. Siendo ya bien conocido y aún más reconocida su cocina por sus clientes, entre los que se comenzaban a encontrar altas personalidades, apostó por una cuidada ruptura de su carta para reintroducir con los gustos actuales el recetario Kitab al-Tabij, con logros tan sorprendente en aquel momento como la sopa de maimones, bacalao con boronía, el cordero a la miel, los alcauciles, el rape mozárabe...

Imposible hablar de esa época (en donde la más humilde taberna parecía sumarse para dar brillo a la gastronomía cordobesa) sin dejarse nombres. Aunque igual de injusto sería no citar a Rafael Carrillo, en El Churrasco; a Alberto Rosales, al Picnic, La Almudaina, El Buey, Los Berengueles, Bodegas Campos... Quizá esta última firma, con sus iniciativas empresariales y formativas, fue el mejor ejemplo de nexo de unión entre dos generaciones de cocineros, por ejemplo con su apoyo a la Escuela de Hostelería y ahora a la Cátedra de Gastronomía Mediterránea.

Rafael Carillo, padre e hijo, y María Rodríguez. Dos generaciones al frente de El Churrasco.jpg

Rafael Carillo, padre e hijo, y María Rodríguez. Dos generaciones al frente de El Churrasco.jpg / FRANCISCO GONZáLEZ

La necesidad de formación ya estaba por entonces más que clara frente a los que creían que el éxito solo consistía en tener un cierto don natural para cocinar. Un error del que sacó a Córdoba, además de la truncada Escuela de Hostelería, el IES Gran Capitán con sus itinerarios específicos y al que la ciudad le debe el haber formado a muchos profesionales hoy emblemáticos, entre ellos el propio Kisko García. Y la nómina de figuras de los fogones comenzó a engrosar en esta segunda generación con Paco Morales, Celia Jiménez, Periko Ortega, Antonio López...

Pero además, hay que citar en este capítulo el Aula de Cultura Gastronómica (1992) de la Universidad de Córdoba, con Antonio Garrido Aranda como director, al que sustituiría Antonio Luis Díaz Alonso. La entidad se reconvirtió en 2009 con el apoyo de la Fundación Bodegas Campos en la Cátedra de Gastronomía de Andalucía y creó el Máster en Ciencias Gastronómicas; Gestión y Restauración, al que la crisis económica le recortó las alas aunque la actividad de la cátedra se multiplicó tras 2015. En 2023, la necesidad de adaptarse a la nueva normativa, permitió dar otra vuelta de tuerca para el nacimiento de la Cátedra de Gastronomía Mediterránea, con Rafael Moreno Rojas al frente.

Los trabajos para la reapertura de la Escuela de Hostelería desde Hostecor, la puesta en marcha de la Qurtuba Academy del chef Paco Morales o las alegrías que año tras año nos ofrecen las estrellas Michelin y los soles de Repsol son otros de los hitos de la gastronomía cordobesa reciente. Sin olvidar por supuesto, el tema que nos ocupa en este libro: Córdoba Califato Gourmet, ya desde su tercera edición un referente en su género en España y otro de los pilares de esta edad de oro de la cocina cordobesa en la que, sin embargo, se intuye que lo mejor está aún por llegar.

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