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Córdoba Califato Gourmet 2025

Córdoba Califato Gourmet | El calendario de la cocina cordobesa por estaciones

Sin necesidad de fechas señaladas, la gastronomía cordobesa sigue el ritmo natural del campo y las costumbres

El rabo de toro es emblema de la gastronomía de Córdoba, un plato contundente y sabroso.

El rabo de toro es emblema de la gastronomía de Córdoba, un plato contundente y sabroso. / Manuel Murillo

María Canales

María Canales

Córdoba

En Córdoba no hay un calendario gastronómico oficial, ni falta que hace. La cocina cordobesa no necesita marcar fechas en el calendario, porque su ritmo lo dictan el campo, el clima y las costumbres. Aquí los platos van y vienen con las estaciones: las sopas frías refrescan los veranos largos, los guisos reconfortan los inviernos y los dulces acompañan las fiestas religiosas que marcan el año. La gastronomía cordobesa es, ante todo, una forma de vivir el tiempo.

Invierno: cuchara, brasero y pan empapado

Cuando el frío aprieta y el cuerpo pide calor, Córdoba se vuelve territorio de cuchara. Los meses de diciembre a marzo huelen a pan frito, a guisos lentos y a vino generoso. Es la época de las gachas, uno de los platos más humildes y queridos de la provincia. Su receta es sencilla -harina, agua, aceite, azúcar y matalahúva-, pero el secreto está en la textura cremosa y en los «trocitos» crujientes de pan o picatostes que se añaden al final. Se servían antiguamente en los cortijos y hoy se reivindican en tabernas y hogares como un símbolo de la cocina popular cordobesa. Otro protagonista del invierno es el rabo de toro, un guiso contundente que tiene tanto de arte como de paciencia. Se cocina lentamente con vino tinto, hortalizas y especias hasta que la carne se deshace. Nació de la tradición taurina cordobesa y se ha convertido en una joya de su recetario. Hay quien dice que ningún invierno está completo sin un buen plato de rabo de toro y una copa de Montilla-Moriles. En la estación invernal también reaparecen los potajes, los callos o las lentejas con chorizo, platos que no suelen figurar en las cartas de los restaurantes de moda, pero que siguen siendo los reyes de las cocinas familiares. Son la memoria caliente del invierno.

Primavera: flores, patios y torrijas

Con la primavera, Córdoba se llena de color, de olor a azahar y de vida en la calle. Es tiempo de fiestas y también de sabores. Durante la Semana Santa, el aroma a incienso se mezcla con el de las torrijas, ese dulce humilde que endulza la espera y celebra la Pascua. Pan empapado en leche y vino, pasado por huevo y frito en aceite de oliva, para luego bañarlo en miel o azúcar y canela. En cada casa se prepara de una manera, pero en todas forma parte de la memoria de la infancia.

Parte final de la elaboración de las tradicionales torrijas cordobesas en una panadería de la capital cordobesa.

Parte final de la elaboración de las tradicionales torrijas cordobesas en una panadería de la capital cordobesa. / CÓRDOBA

Mediado abril y durante mayo, Córdoba se transforma. Es el mayo festivo, con sus cruces, sus patios y su feria. En esos días la ciudad es una mesa abierta: las tabernas rebosan salmorejo, flamenquines, berenjenas con miel y raciones compartidas entre amigos. No hay plato más popular que el salmorejo cordobés, esa crema espesa de tomate, pan, aceite y ajo que se sirve fría y coronada con jamón y huevo duro. Es una receta sencilla, pero también un emblema: tan cordobés como la Mezquita.

Verano: sopas frías y caracoles al sol

El verano cordobés no se anda con medias tintas. Cuando el termómetro supera los 40 grados, la cocina se vuelve fresca, ligera y sencilla. El salmorejo sigue siendo el rey, pero comparte trono con el ajoblanco, una sopa fría de almendras, pan y aceite de oliva que refresca y alimenta sin pesar. Es una receta heredada de la cocina árabe y que hoy reivindican muchos restaurantes como una joya del recetario mediterráneo.

Otro clásico del inicio veraniego, aunque precisamente suele tocar a su fin con la llegada de los meses estivales, son los caracoles, un auténtico fenómeno social en Córdoba. Desde febrero hasta junio, puestos de caracoles y bares preparan los típicos caracoles, que se sirven en vasos, cazuelas o raciones, con caldos especiados, cuya elaboración cada maestro guarda en secreto. No hay experiencia más cordobesa que tomarse unos caracoles al atardecer con una cerveza fría mientras el sol cae sobre las calles. En los meses más calurosos también aparecen platos como la mazamorra, una antecesora del salmorejo, más blanca y suave, hecha con pan, almendras, ajo, aceite y leche o agua. Es un entrante frío, casi una crema, que muchos consideran la versión más antigua de las sopas frías cordobesas.

Otoño: dulce calma y cocina de taberna

El otoño trae de nuevo la calma. Con las primeras lluvias y el aire fresco, los mercados se llenan de productos de temporada: setas, caza, castañas y membrillos. Es tiempo de potajes, de cazuelas de arroz con verduras y de la vuelta al guiso lento. También es la época ideal para disfrutar de los dulces tradicionales, entre ellos el pastel cordobés. Este hojaldre relleno de cabello de ángel y espolvoreado con azúcar y canela es un clásico que aparece sobre todo en otoño, coincidiendo con San Rafael, patrón de la ciudad. Se prepara en casas y obradores y es casi una institución. Casi no hay cordobés que no lo haya llevado alguna vez a una reunión familiar o de trabajo.

Otoño también invita a refugiarse en las tabernas históricas, templos del buen comer donde los platos de cuchara vuelven a tomar protagonismo. Las berenjenas fritas con miel acompañan los vinos nuevos y los flamenquines -rollos de lomo rellenos de jamón serrano y empanados- siguen siendo imprescindibles en cualquier carta.

Un año de sabores que nunca termina

La cocina cordobesa no vive de modas, sino de ciclos. Los productos de temporada mandan y la tradición se adapta con naturalidad a cada estación. El resultado es una cocina viva, cercana, donde el paso del tiempo se mide en cazuelas, en el color de los tomates o en la textura del pan. En invierno se busca el calor del guiso; en primavera, el dulzor de las torrijas; en verano, la frescura de las sopas frías; y en otoño, el sabor reconfortante de los platos de taberna. Cada estación tiene su carácter, pero todas comparten una misma raíz: el respeto por el producto y por la manera de hacer las cosas de siempre. Quizás por eso, aunque no exista un calendario oficial, todos los cordobeses lo llevan grabado en el paladar. Basta con que llegue el frío para que alguien diga «apetece un rabo de toro», o que el primer calor tras el invierno anuncie que ya hay caracoles. Así se mide el tiempo en Córdoba: por lo que se come, por lo que se comparte y por la emoción que despierta cada plato. Porque en Córdoba la gastronomía no tiene ni entiende de normas o calendario, pero sí de una memoria de siglos. Y en cada plato -desde las gachas hasta el salmorejo- se revuelve una historia renovada con cada estación. Una forma de entender la vida, podría decirse, donde el sabor siempre suele tener la última palabra.

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