Reportaje
Extranjeros en Córdoba, construir tu hogar en un nuevo país
Tras abandonar su país en busca de un futuro mejor y sufrir la precariedad laboral, muchos migrantes se han asentado en Córdoba hasta el punto de tener hijos. A ellos, también les inculcan la cultura de su país de origen y los mantienen conectados a él

Las historias de cuatro migrantes asentados en Córdoba. / CÓRDOBA
Hay pocas decisiones más complicadas que la de emigrar. Abandonar tu país, cultura, raíces e incluso familia con el objetivo de lograr una nueva vida en un lugar completamente ajeno a ti es todo un reto. Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, que corresponden al año 2023, en la provincia de Córdoba hay 26.005 personas extranjeras. Dos décadas antes este dato se situaba en los 8.445, es decir, tres veces menos. Muchas de ellas llevan décadas en Córdoba, hasta el punto de que han tenido aquí hijos e incluso nietos. Dieron el paso en un mundo en el que no era tan habitual hacerlo. Sus historias hablan de integración, esperanza y también de una conexión con sus raíces que se niegan a perder y que transmiten a sus descendientes pese a haber encontrado en Córdoba su nuevo hogar.
Un ejemplo de ello es el de Najat Nachid, nacida hace 32 años en Casablanca (Marruecos). Su destino estuvo vinculado desde el principio al pueblo que la acogió cuando tenía apenas seis años: El Carpio. «Mi padre era un trabajador del campo en Marruecos. Allí, la situación era y sigue siendo muy difícil en general, pero en ese sector aún más. Por eso decidió emigrar con mi tío hace 43 años», explica. Al llegar a Córdoba, su padre empezó trabajando en la campaña de la recogida de aceitunas primero y, más tarde, de la uva. «Todos los días iba y volvía desde Córdoba», recuerda Najat. Poco a poco fue ahorrando dinero, y sus hermanos se trasladaron también a España, «conforme iban haciéndose adultos, ellos iban para ayudarlo y conseguir más ingresos». Najat, la menor de seis hermanos, fue la última en mudarse a El Carpio. Lo hizo junto a su madre y una vez que lograron alquilar una vivienda para toda la familia. Desde el principio se sintió acogida: «siempre hemos sido ‘los moritos’ de El Carpio», comenta entre risas.
Una de las comunidades migrantes más asentadas en Córdoba es, sin duda, la rumana. Cristina Gina Vasilescu llegó a la capital hace 21 años desde Ploiești, cerca de Bucarest. «Estudiaba ingeniería petrolera y, al mismo tiempo, trabajaba en un gimnasio. Sin embargo, mi madre se jubiló y nos quedamos sin ingresos». Su hermana se trasladó un año antes a Córdoba gracias a que una vecina le consiguió un empleo, por lo que Cristina decidió acompañarla. «Inicialmente, la idea era quedarme un par de años, enviar dinero a mi familia y regresar a Rumanía, pero finalmente me enamoré y me casé», cuenta. Al principio, la integración le resultó muy complicada: «Había un estigma muy fuerte hacia los rumanos. Se notaba en muchas cosas, pero lo más evidente era que, cuando hacías una entrevista de trabajo, al decir que eras rumana, mucha gente terminaba rechazándote». No obstante, señala que esta situación ha mejorado considerablemente en la última década, gracias a una mayor integración de su comunidad y a la superación de ciertos prejuicios.
La historia de Binta Bale, nacida en Bisáu (Guinea Bisáu) hace 36 años, es la de una migración constante. Desde muy pequeña tuvo que hacer las maletas y abandonar su país, «mi padre era militar. En ese entonces, éramos una colonia portuguesa, así que lo obligaron a trasladarse a Lisboa». Poco después, y con apenas 20 años, Binta se enamoró de un cordobés que estaba de vacaciones en la capital lusa, lo que la llevó a Córdoba hace once. Antes de asentarse definitivamente, pasó cuatro años viviendo en Francia. En su caso, la integración fue muy sencilla, «no hay una gran comunidad de guineanos aquí, pero llegar con mi pareja facilitó todo muchísimo», relata.
Otro motivo importante que impulsa a las personas a dejar su país es el académico o laboral. Como Cristina, Miguel Ángel Díaz llegó a Córdoba «solo por un tiempo». Este arquitecto mexicano de 55 años, originario de Ciudad de México, recibió una beca a través de la Agencia de Cooperación Internacional tras haber terminado su carrera y estar trabajando en Aguascalientes. La beca le permitió realizar unas prácticas de tres meses en la Escuela de Peritos de Córdoba. De eso ya han pasado 26 años, «mi jefe me convenció de que era una buena oportunidad: ganar experiencia en Europa, trabajar un tiempo aquí y regresar con un mejor curriculum», explica. Sin embargo, poco después de llegar, Miguel Ángel se dio cuenta de que el nivel de vida y las condiciones laborales en Córdoba eran mucho mejores, lo que lo llevó a quedarse. No obstante, admite que la adaptación fue difícil, «llegué solo y era complicado todo. Sentía un gran desarraigo y me llevó dos años integrarme. Por suerte, soy una persona curiosa y eso ayudó mucho», dice orgulloso.
La precariedad laboral
Un desafío común entre las personas migrantes, especialmente aquellas que llegan en edad adulta, es la precariedad laboral. En el caso de Miguel Ángel, comenzó trabajando en un estudio de arquitectura, pero tuvo que homologar su título para, en 2003, empezar a trabajar con un compañero. Tres años después logró colegiarse y, más tarde, fundar su propio estudio en un camino lleno de dificultades, pero también de satisfacciones.

Muchos migrantes comienzan a trabajar en el campo. / miguel párraga
Cristina enfrentó obstáculos similares al buscar empleo en sus primeros años en España, al ser rechazada en múltiples ocasiones por su origen. Con esfuerzo, logró hacerse un hueco en el mercado laboral. «Empecé como empleada del hogar en varias casas y después trabajé unos meses en Sadeco». Sus orígenes resultaron ser una ventaja cuando consiguió estabilidad como traductora de rumano para una empresa que colabora con la Policía y los juzgados, donde lleva trabajando más de una década.
Para Binta, el empleo estuvo durante muchos años vinculado al de su pareja, encadenando diversos trabajos temporales tanto en Francia como en Córdoba. Finalmente, consiguió estabilidad en la peluquería de su hermana, quien se mudó a la ciudad un año antes.
Por su parte, Najat encontró la estabilidad antes gracias a haberse criado en un pueblo. Desde joven ha trabajado cuidando a personas mayores. De sus primeros años, recuerda con asombro la relación de respeto y cercanía entre profesores y alumnos, algo que marcó su experiencia escolar en España.
Legado intergeneracional
Todos ellos han formado una familia en Córdoba e inculcado a sus hijos sus raíces y costumbres con mayor o menor intensidad. Cristina ha integrado a su hijo Nico en la comunidad rumana de Córdoba, celebrando sus tradiciones y días festivos. La religión es un vehículo perfecto para mantener ese nexo. Buena prueba de ello lo demuestra Sahib, hijo de Najat, que con doce años practica el Ramadán como manera de conectar con la nación de sus padres y abuelos. Otra vía para no perder ese vínculo entre generaciones es la gastronomía. Laura, de 18 años e hija de Miguel Ángel, es una apasionada de los tacos y espera lograr este año la nacionalidad del país de su padre. La excepción la firma Binta. Su hijo Raúl quiere conocer su idioma materno y viajar a Guinea Bisáu, aunque no le ha inculcado mucho sobre sus orígenes ya que, aclara, demasiado tiempo fuera de él hace que la conexión se pierda.
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