Han pasado 35 años del atentado y aún les cuesta recordar lo que pasó. Juan José Jiménez y Juan Carlos Machado tenían 21 años aquel 14 de julio que les cambió la vida. Ambos acababan de terminar sus estudios en la academia de guardias civiles y se preparaban en Madrid para ser agentes de Tráfico motorizados. Corría el año 1986 y el comando Madrid, dirigido por Santi Potros, tenía entre ceja y ceja a la Guardia Civil. Según Juan José, esa mañana salieron en dos autobuses, como cada día, para hacer las prácticas de moto más de 70 guardias civiles. «A la altura de la plaza República Dominicana, explotó una bomba que impactó en el autobús y 12 compañeros perdieron la vida». Él y otros 59 agentes resultaron heridos. «Era una época muy caliente de ETA, el País Vasco estaba en plena ebullición y se escuchaba el runrún de que el recorrido que hacíamos cambiaba poco y que cualquier día...», recuerda, «pero éramos todos tan jóvenes que no pensábamos que nos pudiera ocurrir algo así». Él resultó herido en la cabeza. «Hubo una explosión muy fuerte y yo salí por el lateral de la ventana del autobús, empecé a correr calle abajo hasta que un compañero me dijo que sangraba y que tenía metralla en la cabeza... Luego me trasladaron al hospital de La Paz». En ese momento, entendió que lo que había pasado era un atentado. Según se supo después, ETA estudió durante días los movimientos de aquel convoy que salía todas las mañanas a primera hora para acabar con el mayor número de guardias haciéndolo explotar con una furgoneta armada con ollas de metralla y dinamita.

«Al principio, no sabes qué ha pasado, pero cuando ves tanta sangre y tantos heridos...», señala, «los que peor lo pasaron fueron los compañeros que se quedaron allí y vieron la masacre». Juan Antonio se crió en Peñarroya y cuando acabó su formación lo destinaron a Tarragona, desde donde viajó a Madrid para hacer el curso de Tráfico. Después de lo ocurrido, solicitó el traslado a Córdoba y se lo concedieron. «Por ser víctima de un atentado, no tenías preferencia para escoger destino, pero yo lo solicité porque en ese momento estaba soltero y mi madre empezó a tener depresiones por lo que había pasado y quería estar cerca de ella y, afortunadamente, me lo concedieron», recuerda. 

Hijo y hermano de guardia civil, siempre tuvo claro a lo que quería dedicarse y lo que vivió no le hizo replantearse su futuro. Una vez recuperado de las heridas, 40 días después del que sería el atentado más sangriento de ETA en Madrid, se incorporó a su puesto. «Afortunadamente, aquello no me hizo perder la vocación y he seguido trabajando hasta ahora, que tengo 56 y ya podría jubilarme; he pedido seguir porque me encanta lo que hago, me hace feliz», afirma seguro. Sobre el tratamiento que han recibido las víctimas, considera que después de tanto sufrimiento, «se nos ha dejado en último plano; ahora parece que los buenos son los que han dejado las armas aunque no estén ni arrepentidos». 

Juan José Jiménez, con su moto.

Juan José Jiménez, con su moto. CÓRDOBA

Juan Carlos Machado, cordobés de 56 años, es otro de los agentes que viajaba en aquel autobús el verano de 1986, el más doloroso de su vida. «Estuve 10 días ingresado y un mes de baja por las lesiones físicas, pero lo peor vendría después». Cuando acabó, se incorporó de nuevo al curso de Tráfico y, recuerda, «el sentimiento que observé al volver fue de mucha tristeza por la pérdida de tantos compañeros». En su retina tenía grabada la imagen de su compañero asesinado. «Él entró primero y se sentó junto al cristal, recibió todo el impacto y quedó destrozado -explica afectado- Yo lo conocía bien porque los dos habíamos sido destinados a Teruel». Como pudo, salió del autobús y cogió la pistola. «Pensé que a los que quedábamos nos tirotearían y luego perdí la conciencia y me recogieron y me llevaron al hospital». Allí se enteró de la muerte de 12 agentes. Los años siguientes fueron muy duros. Siguió trabajando, «pero cada vez que oía la noticia de otro atentado tenía que apagar la radio o la televisión porque me volvían a la cabeza las imágenes de mi compañero, eso es algo que no se te quita», confiesa. En 1998, empezó a sufrir mareos fruto de las heridas en la cabeza que le impedían conducir la moto. «Varias veces me recogieron en la carretera». En 2001, después de varios tribunales médicos, fue jubilado por enfermedad común y no sería hasta 2007, tras recurrir él a los tribunales, cuando un juez reconoció que la causa efecto de su dolencia no era otra cosa que las secuelas provocadas por la onda expansiva de la bomba. A día de hoy, le cuesta hablar de aquello y rehúsa dar su foto porque, pese al cese de la actividad armada de ETA, el miedo a las represalias con el que han convivido durante años las víctimas del terrorismo sigue ahí. 

En su opinión, en España queda mucho por hacer antes de poder pasar página. «Muchos jóvenes no saben hoy lo que fue ETA y lo que hizo, tampoco se está estudiando en los colegios como se estudia el nazismo en Alemania para que no se repita». Para él, las víctimas se han vuelto invisibles desde el anuncio de ETA hace diez años, «y ahora tenemos que ver que se hacen homenajes a los asesinos como si nada hubiera pasado». Solo en Córdoba, según el censo de la Asociación de Víctimas del Terrorismo en el que él mismo colaboró desde la delegación de Andalucía, hay al menos 35 familias víctimas de ETA, entre ellas, un niño que perdió a sus padres en el cuartel de Vic. 

En la cárcel de Córdoba, como en el resto de Andalucía, ya no hay ningún miembro de ETA. Los dos que quedaban, miembros del ala dura de la banda, fueron trasladados a prisiones del Norte de España en febrero de este año como parte de la política de acercamiento de presos.