Como, por causa de la pandemia, este será el segundo mayo sin feria verdadera, se nos ha ocurrido evocar, a vivencia descubierta, sin el recurso de la hemeroteca, aquellas ferias de nuestra infancia y adolescencia, que huelen a naftalina pero que las guardamos alojadas en el recuerdo, que es, si hacemos caso a los poetas líricos, como el perfume que exhala la flor.

Entonces, la Feria, junto con la Navidad y la Semana Santa, conformaba la trilogía de los anuales aconteceres sobresalientes que, en buena medida, liberaban a la ciudadanía durante esos tiempos de lo que algunos predicadores de púlpito y admoniciones solían llamar «la monotonía del terrible cotidiano».

La llegada de la Feria

La Feria se celebraba del 25 al 31 de mayo -mes de María según nos enseñaron en el colegio- y se denominaba de Nuestra Señora de la Salud: una Virgen de escasa devoción que daba nombre contradictorio al cementerio más antiguo y repleto de la ciudad, en cuyos paredones permanecían las huellas de los trágicos amaneceres de la guerra incivil.

En los aledaños del campo santo -los polvorientos y amplísimos llanos de Vista Alegre, hoy ocupados por jardines y una profusión de edificios-, se celebraba la tradicional feria de ganado -origen de los festejos anuales-, que tenía lugar los tres primeros días del ciclo ferial y que resultaban las jornadas más importantes porque cerraban los comercios, se lucían por la calzada del Paseo de la Victoria los caballistas con traje campero provisto de zajones, llevando a la grupa mujeres vestidas de faralaes; y, por la tarde, a la hora taurina de las 5 en punto, en el coso de los Tejares, situado en el primer tramo de la avenida, rebautizada del Generalísimo, toreaban los diestros triunfadores del momento: Manolete, Pepe Luis Vázquez, Arruza, Domingo Ortega y Gitanillo de Triana.

Feria de ganado

En dicha feria de ganado, repleta de borricos y mulos en venta, los marchantes, casi siempre de raza gitana, celebraban las transacciones con un apretón de manos para que lo acordado fuera a misa. La venta de los semovientes era muy abundante pues, entonces, las labores agrarias se realizaban de sol a sol y con unos utensilios rudimentarios vigentes desde la antigüedad romana, ya que la maquinaria agrícola motorizada era escasa, constituyendo una rareza los tractores, solamente soñados por los campesinos, que, como en la película de Berlanga, esperaban que, regalados por Mrs. Marshall, bajasen del cielo en paracaídas.

Tarde en el coso taurino de Los Tejares, en la Feria de 1963. CAJASUR

Los preludios de la fiesta

La semana antes del día 25 en la ciudad, con alumbrado extraordinario, no obstante las restricciones eléctricas y los apagones continuos que la compañía Mengemor tardaba horas en reparar, empezaba a notarse la proximidad de la fiesta. Solían verse vendedores itinerantes de corbatas que las mostraban con un artilugio colgado del cuello; gentes con garrota, sombrero ancho y hablar de acento calé que deambulaban por los alrededores de El Mercantil y Labradores, los dos casinos más sobresalientes de la ciudad; expendedores de mojama y camarones de La Isla exhibidos en canastas de mimbre recubiertas con un lienzo blanco humedecido.

Las dianas y el circo

Los primeros días del evento, al poco de amanecer, recorrían las calles principales unas dianas floreadas a cargo de las bandas de cornetas y tambores del regimiento de infantería y del falangista Frente de Juventudes, a las que acompañaban gigantes y cabezudos irrisoriamente pueblerinos. Las dianas eran la señal estrepitosa de que se iniciaban los festejos, llenos de acontecimientos extraordinarios al frente de los cuales, el niño que fuimos, colocaba el circo.

Sí, al mayor espectáculo del mundo íbamos en compañía de nuestros padres, que por el camino siempre nos recordaban que, recién casados, habían ido al Circo Kronne, con dos pistas, que había llegado procedente de Baviera. Los circos que más frecuentamos aquellas ferias lejanas fueron el Ideal y el de los hermanos Álvarez. En este último tuvimos la fortuna de ver a una atrevida, elástica, imborrable trapecista francesa, que desafiaba a la gravedad embutida en un maillot de seda verde deslumbrante, y a los celebrados payasos Pompoff, Tehdy, Nabuconodorsocito y Zampabollos, que, amén de hacernos reír a carcajadas, tocaban con gran maestría el saxofón.

Las novedades

Las primeras novedades que nos salían al paso, motivadas por la feria, eran, en primer lugar, la portada de la Puerta de Gallegos (un arco que quería remedar, en simulacro, los famosos arcos bicolores de la Mezquita), justo al lado de donde instalaban las jeringueras un gran paraguas de lona para resguardar dos grandes perolas de aceite en el que freían las masas harinosas de churros y tejeringos.

A dicha novedad urbana hay que añadir numerosos puestos de venta callejeros que ocupaban La Victoria. Sin ser exhaustivos, recordamos entre las más variadas especies de mercancías: las aromáticas almendras garrapiñadas, que elaboraban en recipientes de cobre a la vista del público; el inverosímil algodón comestible; tajaditas de coco rezumante; los turrones artesanos -la mayoría elaborados en Lucena por el fabricante Picó- cubiertos con tarlatana para liberarlos de las moscas; los pinchitos morunos, asados en plena calle por magrebíes con chilaba y fez de color granate que, según las gentes de mala uva, en ocasiones, maullaban para delatar que los moros daban gato por cordero; montañas de serrín de madera que contenían en su interior un batiburrillo indescifrable de la más barata bisutería.

Por las calles adyacentes al espacio ferial, un hombre con chistera, frac y larguísimos pantalones para ocultar los zancos sobre los que estaba encaramado aprovechaba el bullicio para anunciar, de tan original manera, Estudios Herreros, la primera agencia cordobesa de publicidad.

También callejeaban una infinidad de vendedores ambulantes exhibiendo los más variados juguetes: desde aviones como pájaros con alas envueltas en papel crespón, hasta globos con gas que, al menor descuido, escapaban hacia el firmamento. Y revolandetas con las aspas de colorines; don Nicanor tocando el tambor acompañado por una trompetilla elemental; el ratoncito casi verdadero que se movía guiado por un hilo invisible... y un sinfín de ingenuos juguetes de feria que nos dejaban boquiabiertos.

La calle del Infierno

Después del circo, el gran atractivo infantil de la feria estaba en la bien llamada calle del Infierno por los ruidos de los altavoces que instaban a comprar papeletas para las rifas de las tómbolas; a entrar en el museíllo que rememoraba con figuras de cera la muerte del torero Joselito a cuerno de Bailaor, cuya cabeza disecada podía contemplarse de cerca; a romper las serpentinas multicolores en las casetas de tiro al blanco: acción que se efectuaba con escopetas de aire comprimido que disparaban dardos diminutos terminados en un plumerillo de colores; a contemplarnos, ridículamente deformados, grotescos, en los espejos cóncavos y convexos instalados en «los tubos de la risa»; a adquirir el papelito azul con las predicciones que salían por la ranura del horóscopo ambulante; a contemplar estupefactos la rugiente motocicleta que, a toda pastilla, circulaba un conductor audaz, dando vueltas por una pared de madera exactamente vertical; a introducirnos en la caseta enredosa de El Laberinto, del que costaba Dios y ayuda salir...

Caballistas en el Paseo de la Victoria, en 1942. CAJASUR

Las atracciones

Pero la gran ilusión de la calle del Infierno estaba en los cacharros y cacharritos que, llamados atracciones, la componían. Nos alegrábamos sobremanera cabalgando los caballos de sube y baja, que tenían un decorado kitsch, lleno de espejuelos, barras salomónicas y frutales guirnaldas de talla, que copiaban a los todavía existentes en el Tívoli de Copenhague y a los ya desaparecidos del Prater vienés, en los que solía montarse Alma Mahler. Era inolvidable el paseo en El Látigo Pérez experimentando, con miedo y deleite, sus violentas sacudidas. Y qué decir de las voladoras, de la noria monumental, del tobogán que vino una sola vez; del trenecito que penetraba en un túnel donde nos recibían a escobazos; o incluso de los coches de choque, ese dudoso entretenimiento al que siempre iba acompañado por mi padre y que, según Woody Allen, solo sirve para liberar la agresividad.

Dos acontecimientos

Vamos a evadirnos de la calle infernal para situar la reminiscencia en dos acontecimientos singulares que ocurrieron cuando éramos muy pequeños. En el predio que hoy ocupa un hotel lujoso de fachada enmohecida ubicaron dos grandes exposiciones. La primera reproducía las calles empedradas de un barrio marroquí en el que, a la vista del público, los moros de la morería fabricaban sus objetos artesanales más característicos. Recordamos los repujados cueros multicolores, porque de ese material compró mi madre unas babuchas puntiagudas que le duraron media vida.

La segunda exposición -nos parece que fue visitada fugazmente por Franco- estaba dedicada al aceite de oliva y sus derivados. Nuestra memoria de dicho evento se halla entre muchas nieblas, por eso solo recordamos con precisión que regalaban muestras de los productos más sobresalientes que se exhibían: jabones de tocador producidos por la firma Eraso y, también, una gran novedad culinaria, la primera mayonesa (Musa) que industrialmente elaboraba Baldomero Moreno, un cordobés integral muy amante de las tradiciones populares.

Los bailes de sociedad

Ya mayorcitos, algunas fechas después de ese extraño cataclismo que los más doctos llaman la pubertad, cuando nos afeitábamos con brocha enjabonada e impericia una vez a la semana, lucíamos unos horrorosos pantalones bombachos y nos fumamos, tosiendo mucho, el primer cigarrillo rubio de la marca Lucky Strike, la feria ofrecía como aliciente novísimo bailar agarrados en las escasas casetas -no llegaban a la docena- que instalaban, fabricadas con cemento y ladrillos, en el solar que hoy ocupa una pista infantil de aprendizaje vial. A dicho baile, que nos pareció la primera vez que lo vimos el musical boceto de una abrazo, asistimos cuando cursábamos el séptimo año del bachillerato sabiendo que estaba anatematizado en la metropolitana Sevilla por el famoso y furioso cardenal Segura y Sáenz que, en su diócesis -en Córdoba no lo era- lo declaró pecado reservado -¡atiza!-, solo perdonable por el canónigo penitenciario.

En los bailes, que terminaban a media noche al apagarse las luces del alumbrado extraordinario, primaron los boleros y los pasodobles, a los que fácilmente se prestaban, como si fueran personas de nuevo cuño, las amigas que el resto del año se conducían de manera estirada, retraída y estrecha, pero que, encendidos los farolillos a la veneciana que inundaban la feria, hasta eran capaces de subir al carrusel de la mariposa que, de vez en cuando, cubría con una lona a las parejas ocupantes, hurtándolas a la vista del público para que pudieran iniciar una caricia momentánea, inédita, casi furtiva, de refilón.

Portada de la Feria en 1952, en Puerta Gallegos. CAJASUR

Las funciones teatrales

Fuera de las instalaciones de la feria propiamente dicha, los teatros también participaban en el acontecimiento. Durante las fiestas, el cine Góngora, una de las más conseguidas salas españolas de proyección, con la impronta del modernismo arquitectónico, se convertía en teatro selecto. Varias temporadas fue frecuentado por la compañía de Irene López Heredia, que representaba obras de la llamada «alta comedia», una de cuyas cúspides era Rosas de Otoño, escrita por un juvenil Benavente. También vino al cine Góngora en más de una ocasión Lilí Murati, actriz húngara afincada en España que representaba comedias más ligeras.

En un orden popular, casi rozando lo populachero, estaban las revistas musicales que rompían en cierto modo la ética súper puritana del nacionalcatolicismo y que hacían su agosto en la Feria de mayo. La cúspide del despiporre, del alboroto escénico, estaba encarnada en las hermanas Daina -Raquel e Irene-, que con su calidez provocativa, en cuyos quehaceres se llevaba la palma la menor, hacían rugir a los garañones irredentos que ocupaban el Paraíso -la localidad más barata, llamada popularmente gallinero- del Teatro Duque de Rivas.

Luego, al decaer las coristas con plumeros, que bailaban en fila dándole patadas al aire («las alegres chicas de Colsada»), adquirió especial relieve, pero en una línea muy descocada, repleta de chistes más verdes que graciosos, el Teatro Chino de Manolita Chen, que instalaban en una caseta de grandes dimensiones en el real de la Feria.

La becerrada

Posiblemente la originalidad máxima de la cordobesa feria de mayo era la becerrada gratuita -una ocurrencia sin parigual en el planeta taurino del torero Guerrita- a la que solo podían asistir las mujeres. Becerrada que, con gran apogeo, duró bastantes años, hasta que empezó a derretírsele el éxito cuando las feministas de pro quisieron ver en el espectáculo cierto regusto machista. Al fin y al cabo, su promotor, el califa Guerrita, no ocultaba el clásico machismo, bastante aceptado socialmente, de los toreros de tronío, bien retratado en los cuplés, como El Relicario. Para certificar lo anterior, tenemos una de las anécdotas más extendidas de Guerrita (pero atribuida, igualmente, a otros lidiadores). Se cuenta que cuando Guerrita supo que todo su patrimonio eran bienes gananciales, propiedad por igual de ambos cónyuges, manifestó que eso le parecía injusto, porque él nunca había visto torear a la Juanita en alguna plaza.

Cordobeses en una caseta durante la Feria de 1963. CAJASUR

La caseta del Círculo

Las gentes de posibles y los varones enchaquetados -entonces, era reglamentario vestir, incluso en pleno agosto, esa prenda para poder estar en los patios y salones del Círculo de la Amistad- solían bailar en la gran caseta, fija y con estructura metálica, de ese casino-liceo, enclavada en los jardines de La Victoria, donde la sociedad más acomodada se divertía de lo lindo al compás de músicas interpretadas por orquestinas de lujo. Podemos recordar que en una ocasión vino Renato Carosone, para difundir su piccolissima serenata que hacía furor en los años 50 del siglo pasado.

La caseta era la traslación, por unos días, al corazón de la Feria, de la casa matriz de la calle Alfonso Xlll. Precisamente en ella el último sábado del ferial, mientras retumbaba el trueno gordo de la traca que despedía el alegre suceso, se celebraba una magna verbena con tiovivos en el tercer patio, mantones de Manila y, al amanecer, chocolate con buñuelos de viento y churros. Monumental sarao, punto final de los festejos que, según pregonaban las lenguas fariseas, era muy permisivo (vaya usted a saber) pues se soltaban el pelo quienes todo el año lo lucían bien recogido.

Colofón y despedida

Estas ferias remotas que, troceadas, hemos ido sacando de la cómoda y del viejo baúl donde se guardan los recuerdos, duraron (aproximadamente tal cual lo hemos narrado) hasta la llegada del desarrollismo con vacaciones a orilla del mar, seíllas, bikinis, vespas, extratipos bancarios, universidades laborales, la primera corrupción inmobiliaria en la Costa del Sol, protagonizada por la empresa Sofico... Todo muy representativo del mustio franquismo.

A partir de entonces, los jardines de La Victoria, asolados todos los mayos por el creciente número de casetas que instalaban en el impropio recinto, hicieron necesario el traslado de la fiesta a un lugar más idóneo y menos perturbador de la vida urbana.

Tras varios años de tiras y aflojas municipales, se logró mudar la tradicional y antiquísima Feria de Nuestra Señora de la Salud, que, entonces, en nuestra infancia, se iniciaba con un zoco ganadero por fortuna extinguido, al sitio donde está ahora. Feria actual que, aun conservando el nombre y parecidas fechas, guarda muy poca analogía con las que hemos evocado pero que, sin duda, dentro de otro medio siglo largo encontrará a alguien que la describa con esta suave remembranza.

Pero, ojalá que no lo efectúe como nosotros lo acabamos de hacer; es decir, mientras se encuentra suspendida la celebración de la feria porque otra pandemia estaría haciendo de las suyas.