El ritmo pandémico de la sociedad pierde el sentido cuando cada palabra adquiere eco de eternidad en el pequeño gran espacio donde siete mujeres entregan su vida a la trascendencia. A través de la contemplación, de repente cuatro paredes hacen un mundo, una familia y una vida. Lo de «descalzas» les viene de fuera, ellas son carmelitas.

Una representación de la Virgen María abre la puerta del monasterio del Sagrado Corazón de Jesús, entre el Brillante y la Asomadilla. La pestaña de la mirilla con cámara suena al cerrarse. El atrevimiento camina hacia una puerta abierta y una voz confirma lo que el instinto intuye. ¿De dónde? Una portilla sustituye a la última tecnología de la puerta primera. Los tiempos cambian. Y la respiración se escapa por la madera. A un lado abre un pestillo, al otro aparece una llave. ¿De quién? «La puerta a la derecha, al final». Donde acaba la derecha, una puerta da a un salón. Y a una reja.

Tras los barrotes

«Yo dormía, pero mi corazón velaba», repite sor María Dolores del libro Cantares, de la Biblia, para encarnar el arraigo a la fe. La clausura de las carmelitas quizás recuerde al confinamiento mundial. Sin embargo, para entrar allí hay que buscar el significado del silencio. Para no salir, hallar puerto en los brazos de la soledad. «Tengo la certeza de que necesitamos este hábitat, porque en una vida de actividad fuera es muy difícil cumplir la misión nuestra». La reja, solo un signo. «Yo puedo salir ahí, si yo quiero». Eso supondría abandonar el «ambiente misterioso» que las une a Dios, aun cuando no piensan en Dios. Porque la «oración no es sentarse y decir una serie de fórmulas que te han enseñado», sino «una relación de amor». Esa convicción propia del enamoramiento «es lo que te lleva a interceder por tanta gente».

Camufladas en el aroma del azahar de una calle cordobesa, para sobrevivir al tiempo las Carmelitas van más allá de la creencia y emplean sus días en la práctica de unos valores que han perdurado durante casi un milenio. La vida contemplativa, la meditación de las Escrituras Sagradas y el trabajo marcan cada amanecer y, desde los últimos retazos de la noche, las hermanas dan gracias a Dios por el mero hecho de ver el alba. Esa observancia, además, les lleva a descifrar a las personas y a sufrir las «hondas heridas» de una sociedad en crisis.

Carmelitas Descalzas | Monjas de clausura rezan en el convento cordobés, en una imagen de archivo. CÓRDOBA

La pandemia

«Para mí y para las hermanas la pandemia ha sido una experiencia muy profunda», expresa reflexiva sor María Dolores. «Muchas personas han manifestado que valoran más ahora nuestra vida, porque se han sentido aisladas, aunque lo han vivido de otra forma». Les dicen: «Ahora comprendo el mérito vuestro de no poder salir». El mérito, para ellas, se llama «vocación». Y entraña la «capacidad». «Yo estoy a gusto», asegura la monja. Esa fuerza interior «inexplicable» le lleva a confesar: «En otro sitio no puedo ser feliz, en otro estado no puedo ser feliz».

Las siete hermanas (de España, Colombia, Kenia y Alemania), sin alejarse, viven el retiro de un mundo, pero no de su realidad. Durante este último año «se han multiplicado las peticiones de oración». Lo que, para sor María Dolores, refleja en el fondo la necesidad de Dios. «La vida contemplativa está sosteniendo a una sociedad que sufre muchísimo, que tiene unas heridas muy hondas y van a marcar a mucha gente». Solo espera que sea para positivo. «Esto se superará, pero esta experiencia no se debe olvidar, porque aquí hemos tocado nuestra propia fragilidad», dice la clériga. Y tal situación demuestra que «no somos dioses ninguno, ni el presidente de Estados Unidos, ni el de China, ni el de Corea».

Junto al apoyo material, como la fabricación de mascarillas, que desde el monasterio han brindado a lo largo de la pandemia a los más necesitados, ha adquirido especial relevancia el acompañamiento. «Es fundamental escuchar a las personas hoy que nadie escucha a nadie porque no hay tiempo». La religiosa recuerda a las familias que, con algún miembro sufriendo los efectos más graves de la enfermedad, se han volcado en sus brazos. Esa relación las lleva, incluso, a pensar: «Ahí estamos nosotras», explica. En cada cama de hospital, en cada sala de espera. Resulta que sor María Dolores defiende fielmente la colectividad frente al individualismo imperante. La pandemia ha profundizado en el aislamiento, pero «nos necesitamos unos a otros». Y, desde la convicción de la historia como proceso cíclico, se convence de que «todo volverá». La normalidad, la trascendencia, la fe.

La libertad

Decir que las monjas de clausura se encuentran tras unas rejas es un punto de vista. La perspectiva al otro lado parece muy diferente. Un «nosotras nos sentimos libres» retumba en la habitación. «La libertad no la da el tener mucho espacio para vivir, hay muchas personas que hoy desgraciadamente no se sienten libres y están en su casa, tienen su trabajo, tienen sus estudios. Pero son esclavos de muchas cosas», sentencia la hermana carmelita. Cuando recuerda las llamadas, los correos e, incluso, los mensajes de Whatsapp de gente que se siente sola, que convive con la depresión y que están pasando un momento «muy duro» sor María Dolores concluye: «Tienen un mundo, pero no». Para ella, «somos seres trascendentes» y si a Dios le volvemos la espalda, «el hombre pierde el sentido vital».

Monasterio del Sagrado Corazón de Jesús | Patio y campanario del recinto, en una imagen de archivo. MANUEL MURILLO

La naturaleza religiosa que la monja considera innata en el ser humano se convierte, para ella, en la vía para alcanzar la felicidad y el sentirse amado que «todo el mundo busca». Desde su refugio contemplativo, la carmelita vislumbra a una sociedad politeísta. No creer en nada quizás signifique creer en todo. «¿Qué pasa? Si no tengo a Dios, tengo que buscar otro Dios», apunta. «O soy yo, o son las cosas, o es el dinero -que mueve a la sociedad-, o es el sexo, o es el placer, lo que sea. Pero yo necesito alguien por el cual yo sentirme querido». De ese vacío afirma que nacen una gran parte de los problemas que flotan sobre la sociedad actual.

La muerte del ser para sor María Dolores comienza en la propia mentalidad, en una forma de vida que «viene de largo». Y de lo cual entona el «mea culpa» como parte de una Iglesia «santa de espíritu», pero «pecadora» en sus miembros. Según la religiosa, asistimos a una devaluación y un desprestigio de valores «fundamentales en el ser humano». Un cambio «muy grande», marcado «¿por quién? Por los que pueden». Para la clériga, el «engaño en mayúsculas» viene con la idea inculcada de que «la religión frena el progreso, la realización, el avance, la libertad». Pero «nunca el hombre ha estado tan sometido a los poderes como ahora». Y se pregunta: «Entonces, ¿dónde está la libertad?».

Semana Santa

La Semana Santa es santa y las hermanas la han celebrado sin nuevas procesiones en la televisión, pero con la misma fe de siempre, desde la oración y la liturgia. Como onubense y testigo de la pasión rociera, además, sor María Dolores entiende que «da pena» no realizar tal «manifestación de fe pública». La fecha ha sido «atípica en lo exterior», pero eso «nos tiene que hacer reflexionar en qué está fundamentada nuestra fe religiosa», expresa la carmelita.

El punto de encuentro entre las circunstancias y la religiosidad popular, «alimento para mucha gente», quizás sea el lugar idóneo para dar un paso adelante. Desde la reflexión, la clériga considera vital buscar el fundamento tras la belleza y la estética. «La mayoría de la gente entierra al Señor y su fe se queda en el cementerio», dice. «Nuestra fe no se fundamenta en que Cristo murió, sino en que resucitó. El Señor sigue vivo», añade la religiosa. Para ella, Dios no sale, pero está diciendo «ven». Y, con rotundidad, afirma que «la Semana Santa se celebra, aunque no haya procesión» por segundo año consecutivo. Mientras, anima a que los cofrades «llenen el corazón» con ganas para el próximo año y la vivan con autenticidad ante todo, con «más sabor interior. Mientras, abren las puertas de su capilla, como durante toda la pandemia para abrigar un sentimiento común.

Solidaridad y apoyo material

Desde su claustro, las Carmelitas Descalzas -como son conocidas- del monasterio del Sagrado Corazón de Jesús de Córdoba han tendido su mano a lo largo de la pandemia del coronavirus para ayudar a quien lo necesite. Un apoyo tanto material como espiritual, porque -aseguran- no han sido pocas las personas que han contactado con ellas para orar. En el último año, las monjas han activado sus máquinas de coser para fabricar mascarillas, han colaborado con cáritas parroquiales, han ayudado a particulares, se han volcado con las residencias, han atendido personalmente a las familias... Incluso, tuvieron que mandar dinero a un convento en África, donde todas las hermanas se contagiaron y no tenían acceso a pruebas diagnósticas sin el pago previo. Pero, humildemente, las carmelitas piensan que «cualquier feligrés» puede hacer lo que ellas han hecho. Son «detalles» y, en ellos, las hermanas encuentran la importancia de las relaciones humanas. Estos han resultado recíprocos, ya que ellas también han recibido donaciones y detalles de personas. Así, restándole relevancia a su labor, las monjas han experimentado la «satisfacción» simplemente por ayudar a los demás en un momento de crisis como el que vive la sociedad.