Los acontecimientos naturales que marcan las estaciones nos conectan con el transcurrir inexorable de la vida, ajena a los problemas existenciales de nuestra especie, oprimida por una pandemia provocada por un organismo invisible que ha destruido nuestra confianza en el progreso, ese que nos hacía creer que dominábamos al Planeta y a todos sus habitantes. Vuelvo a la naturaleza y recupero la paz de espíritu. Después de la cuarentena me he vuelto más introspectivo, y observo todo más detenidamente y capto numerosos detalles que antes las prisas me hacían pasar por alto. Siento algo que es más grande que nosotros y experimento el goce de la existencia.

Placer sobrio

Pasear por el campo es un placer sobrio. Coincido con el escritor Gabi Martínez que lo bueno del paisaje es que te saca de ti. Cada paisaje lo hace a su manera. La montaña obliga a pensar en ella mientras el llano permite pensar en todo. La montaña es más protagonista, sus desafíos, más evidentes y en apariencia inmediatos, mientras que el reto de la dehesa o la estepa pasa por adaptarse a una cierta monotonía.

Liberada del encierro, mucha gente también se ha echado al campo. Me cruzo con varios senderistas, pero no veo que busquen esa comunión con la naturaleza. Les escucho hablar continuamente de temas intrascendentes, y avanzan por el campo sin fijarse en nada ni apreciar la maravilla natural que los rodea, imbuidos en su conversación. Casi todos llevan bastones telescópicos y ropa llamativa del Decatlón, pero no veo que porten prismáticos, lupa, alguna guía de campo o un simple mapa topográfico. En realidad no les importa lo más mínimo lo que ocurre a su alrededor. Me aparto del sendero precipitadamente porque llega un grupo de ciclistas que pasan a una velocidad endiablada, hablando a voces de desniveles y puertos superados, desafíos y retos, repuestos y complementos de su mountain bike. En un pino situado al pie de la vereda que desciende hacia el río Guadiato, que han convertido en un profundo surco por la erosión de las ruedas, una pareja de azores instaló su nido y sacó adelante sus tres pollos la primavera pasada. Los ciclistas ni los vieron ni les importó, afortunadamente para los azores que parecían haberse adaptado al trajín de esta nueva normalidad, desatado después de meses de paz y tranquilidad por el confinamiento.

Me cruzo también con algún senderista solitario que camina rápido ayudándose de dos bastones. Lo saludo y no me escucha. Lleva unos aparatos negros en los oídos. Se niega a sentir los sonidos de la naturaleza o estar solo consigo mismo. Tiene miedo a la consciencia. Quizás desconozca que la

naturaleza «convoca simultáneamente a todos los canales de la percepción y de la sensación, y los mezcla: oímos los colores, nos suena la luz, acaricias el aroma y degustas los paisajes», como dice Joaquín Araújo.

Mi invitación a escuchar el silencio contrasta vivamente con la ensordecedora hiperconectividad actual, entre cuyos efectos más nocivos se encuentran la dispersión mental y el rechazo a la introspección. Otro caminante va siguiendo la flecha que marca un aparatito que lleva en la mano, sin apenas apartar la vista del mismo. Personalmente prefiero el mapa topográfico al GPS, porque me permite reconocer mejor el espacio que me rodea, y poner nombre a los cerros, ríos, arroyos, caminos y cortijos. En definitiva, conocer el paisaje. La práctica del senderismo, tal como yo lo concibo, ayuda a desarrollar un sentimiento de identidad cultural, una idea sobre nuestro lugar en el mundo. Afirma Araújo que la mayoría de los paisajes que hoy se borran para siempre del mapa, de la memoria y del disfrute estético, fueron puestos ahí por un milenario quehacer de la Naturaleza y de sus inquilinos, muchos de ellos humanos, que armonizaban con su entorno y que siempre lo miraron precisamente como un patrimonio que les venía legado del pasado. Y cuando a uno le quitan su paisaje para siempre le quitan también su historia. Miguel Delibes decía que «La destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en el que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante».

Rastreo de nuestro genoma

Da la sensación que hemos convertido la Sierra en una enorme pista deportiva, un objeto de consumo más, impulsado por distintas administraciones e instituciones que se empeñan en promover actividades deportivas multitudinarias en la Sierra. Abogo por que también se apueste por actividades menos invasivas, más respetuosas con el medio ambiente, y más educativas, que nos lleven a establecer unas relaciones más armónicas con el medio natural. Decía Félix Rodríguez de la Fuente que nuestras ansias infantiles de conocimiento, de contacto y de amor hacia los seres vivos han sido transformadas, por una educación utilitaria, en inclinaciones agresivas, que le llevan al hombre no a usar, sino a abusar de su mundo. Todos los seres vivos han ido evolucionando a lo largo de millones y millones de años en función de unos estímulos procedentes del entorno, de la naturaleza. Unos estímulos que también para el hombre han sido el aire puro, los horizontes infinitos, el canto de los pájaros, el murmullo de las fuentes y la necesidad de ejercicio y de vencer las dificultades. Y eso dio lugar a humanidades equilibradas, más o menos admirables, que no estaban en el borde mismo de la desintegración. Quizá cuando acudimos al campo lo hagamos por necesidad, ya que rastreamos los invisibles trazos de la canción de nuestro genoma.

Senderos abarrotados

La presión humana sobre la Sierra se ha intensificado desde el final del verano. Los senderos que parten desde la ciudad hasta la sierra de Córdoba son un hervidero los fines de semana. La cuesta del Reventón y la de la Traición quizás se lleven la palma, sin menospreciar los que parten de la zona oriental de la ciudad, como son los que conducen hasta Santo Domingo, siguiendo el arroyo del mismo nombre, el de la Palomera o el de Pedroches. Trassierra es un centro neurálgico desde donde parten varias rutas muy transitadas que se dirigen a los Baños de Popea, fuente del Elefante, arroyo Bejarano, río Guadiato, o castañares de Valdejetas.

Desde la zona de Las Jaras muchos senderistas emprenden la subida al emblemático cerro de Pedro López y desde Cerro Muriano hacen lo propio con el techo de la provincia de Córdoba, el vértice geodésico de Torre Árboles. Hasta esta última barriada llegan caminantes que siguen la Cañada Real Soriana desde la ermita de Virgen de Linares, a través de la loma de los Escalones. En este caso no tienen pérdida porque solo se tienen que limitar a seguir las flechas amarillas que marcan el trazado del camino mozárabe. Desde el parque periurbano de Los Villares se puede conectar con las Jaras por la vereda de Linares o por la de la Pasada del Pino. Y desde el puente de Los Arenales son muchos los senderistas que se acercan a contemplar los puentes romano y árabe de los ríos Guadanuño y Guadiato; o se dirigen al lagar de la Cruz por la vereda de la pasada del Negro.