El río Guadalquivir y su entorno ha sido, desde la fundación de la Córdoba romana en el siglo II a.C. hasta el propio siglo XX, un lugar de intensa actividad urbana. Sus orillas sirvieron como escenario de un continuo ir y venir de hombres y mujeres que necesitaban hacer uso de sus aguas para la realización de actividades y que acabaron por hacer del río una auténtica arteria urbana, una calle más entre las que se repartían por los barrios de Córdoba. Su uso estuvo articulado en torno a cuatro grupos de actividades, explotación de recursos naturales, aprovechamiento de energía hidráulica para uso industrial, tráfico comercial y actividades cotidianas y de la vida diaria.

Recursos naturales

Desde el punto de vista del aprovechamiento de los recursos naturales, el río puso a disposición de los cordobeses la captura de un pescado fluvial ampliamente consumido, albures, bogas, sábalos, róbalos, sollos, anguilas o camarones cuya pesca, realizada mediante el uso de redes y barcos o el de corrales y cerraduras donde los peces eran retenidos en el interior de grandes nasas, que documentan desde el anónimo Manuscrito de Jerónimo en el siglo XV a Madoz o Ramírez de las Casas durante el siglo XIX. La actividad cinegética desarrollada en sus orillas desde la Antigüedad, en particular de aves acuáticas, y las autorizaciones conservadas para practicar la caza de tórtolas y perdices en los cañaverales, conecta con la importancia de explotación de la caña y del mimbre para labores de construcción y de cestería.

Actividad industrial

Por lo que respecta a las actividades industriales relacionadas con el Guadalquivir, destacan las instalaciones que aprovecharon la fuerza de su corriente para la captación de una energía hidráulica destinada a poner en movimiento la maquinaria de aceñas o molinos hidráulicos harineros, dedicados a la molturación del trigo y la cebada, o bien de batanes hidráulicos, ingenios donde grandes mazos de madera movidos por árbol de levas sirvieron para golpear y enfurtir, con ayuda de greda y jabón, los paños de lana en una operación destinada a impedir que el tejido se abriera tras el uso. Los molinos de papel se encuentran escasamente testimoniados en Córdoba, y aunque se supone que debieron de existir durante el período andalusí, entre los siglos X y XII, se desconoce su uso a partir del siglo XIII y solo existe la certeza del funcionamiento de una fábrica de papel en el molino de San Rafael, propiedad de Lorenzo de Basabru entre los años 1810 y 1840, que aparece testimoniada en el Diccionario de Madoz.

Molinos y batanes estaban asociados a las azudas o presas de deriva que servían para retener la corriente y encauzar las aguas y que han estado situadas prácticamente en los mismos lugares desde que se comienza a tener noticia de ellas, en el siglo VIII. Presas que sirvieron también para la instalación de norias o aparatos de elevación de agua con destino al riego de huertas: Las Grúas, en término municipal de El Carpio, magnífica obra edificada entre los años 1560 y 1568 por Diego López de Haro, donde tres ruedas extraían agua con destino a la irrigación de huertas propiedad del Marqués de El Carpio; la Albolafia, noria fluvial que, en la Córdoba de los siglos XIV y XV, servía para elevar el agua del río con destino al riego de las huertas del Alcázar, restaurada en 1965 por Félix Hernández; la locomóvil que permitía, desde 1883, el suministro de agua a la Azucarera de Alcolea y la turbina del Conde de Torres Cabrera que abastecía de agua a la Colonia de Santa Isabel, en la finca Castillo de la Isabela, desde 1870.

Algo más abajo se sitúan la presa y molino de Lope García, magnífico molino de regolfo de nueve piedras que sustituyó, desde 1605, a las antiguas aceñas medievales; el molino Carbonell, ubicado cerca de la histórica parada del Vado del Adalid, que sirvió para albergar la fábrica de harinas Santa Cándida durante la primera mitad del siglo XX; el molino de Martos, edificado entre 1555 y 1565 por la Orden de Calatrava, propietaria del molino desde la conquista cristiana de la ciudad en el siglo XIII; los molinos situados por debajo del Puente Mayor (Albolafia, Enmedio, Pápalo, San Antonio), que testimonian desde época emiral autores andalusíes como al-Jushaní o al-Razi; los ubicados junto al Puente de San Rafael (San Rafael y San Lorenzo, en la margen izquierda del río, Nuestra Señora de la Alegría, junto al actual Jardín Botánico); y el molino de Casillas, junto al actual puente de Abbas ibn Firnás, donde en 1894 se instaló, bajo el patrocinio de la familia Carbonell, la Fábrica de Luz homónima que proporcionó el primer alumbrado eléctrico público a la ciudad de Córdoba.

El río navegable

Desde época romana está testimoniada la navegación por el Guadalquivir, de mayor recorrido en la Antigüedad (cuando las embarcaciones llegaban sin problemas hasta Andújar), reducida en época bajomedieval (época en que la navegabilidad del río obligó a colocar el puerto de la ciudad en el Aguilarejo, cerca del Cortijo Rubio y Majaneque); muy limitada desde principios del siglo XVI, donde la creciente pérdida de condiciones para la navegación la hizo objeto de informes tan conocidos como el realizado por Fernán Pérez de Oliva en 1524. Las materias más habitualmente transportadas fueron, en el sentido Sevilla-Córdoba, hierro procedente del País Vasco, y, en el opuesto, materias primas como lana, pieles, trigo, aceite, sustancias curtientes o tintóreas que desde la alta Andalucía alcanzaban distintos mercados europeos.

En este marco adquirió un extraordinario relieve el transporte fluvial de la madera, en particular de pinos para labores de construcción que eran conducidos, en rollo o enterizos, desde las sierras de Cazorla y Segura por pineros como un tal Pedro Román, vecino de Úbeda que, en 1503, contrató en Córdoba a diversos mozos asalariados «para servirle en el río en llevar y traer pinos desde Segura hasta esta ciudad». Madoz testimonia como última conducción de pinos por el Guadalquivir la realizada con destino a la Real Fábrica de Tabaco de Sevilla en 1764, pero sabemos que durante el siglo XIX aún se efectuó alguna otra.

Vida cotidiana y ocio

Sin embargo, no todas las relaciones del río y la ciudad fueron de carácter económico. La población buscó igualmente las riberas para realizar actividades relacionadas con la vida cotidiana, con el día a día de los vecinos.

Con anterioridad a la construcción del Murallón de la Ribera, edificado entre fines del siglo XIX y principios del XX, el lienzo meridional de la muralla urbana no solo sirvió de defensa militar de la ciudad, sino de defensa contra las avenidas del río, como bastión protector de los barrios inmediatos.

Aunque no fue la actividad más común, eventualmente se registra la recogida de agua del Guadalquivir y su distribución en la ciudad. Por ejemplo, en 1498, las actas capitulares del concejo de Córdoba ordenaban a los aguadores recoger siempre el agua por encima de la desembocadura del arroyo de las Moras, y un año después, en 1499, Luis de Berlanga, vecino en el barrio de la Magdalena, vendía a Alfonso Gutiérrez, vecino del arrabal de Santa Marina, un esclavo negro procedente de Jolof llamado Bucar, y un asno de color pardillo aparejado con sus aguaderas y cántaros, «para echar y vender agua del río en esta ciudad».

O el lavado de ropa. O los baños de carácter lúdico. Quienes tenemos una cierta edad probablemente recordamos los baños en los veranos de nuestra infancia en aguas del Guadalquivir, quizás junto al molino de Casillas, quizás en aquella «playa de Córdoba» que existió en los años 60 junto al molino de Martos y que prolongó un hábito de los cordobeses que, ya en el siglo XI, celebra Ibn Zaydun, el poeta de las cortes taifas de los Banu Chawar en Córdoba y de los Abbadíes en Sevilla, al aludir en sus versos a «las remansadas aguas de la azuda de Malik», donde los cordobeses acudían a bañarse. O simplemente a deleitarse contemplando las aguas, el verdor de las riberas, el silencio de las orillas, como el autor del Manuscrito de Jerónimo cuando se pregunta en el siglo XV, al hablar sobre la noria de la Albolafia, «¿Quién no se deleita en el vespertino silencio oyendo los chirridos sonoros de su eje?».

Porque la relación entre la ciudad y su río, el juego que agua y población han mantenido a lo largo de la Historia, ha terminado por forjar entre los habitantes de la ciudad y el río Guadalquivir unos vínculos realmente indisolubles a los que las nuevas generaciones no deben renunciar.

Si algún lector desea profundizar más en este asunto puede recurrir al volumen El río y su interrelación con la ciudad y sus barrios, Los barrios en la historia de Córdoba: de las collaciones bajomedievales cristianas a los barrios actuales (J. Cosano, ed.), Córdoba, Real Academia de Córdoba, 2019, pp. 137-164.