«Aquí había unos tres o cuatro yonkis fumando. Me enteré de que estaban en esta casa. Estaba la puerta abierta y los eché. Les dije que se salieran porque yo estaba tirado en la calle y que ellos querían la casa nada más que para la droga». El que habla es Gregorio, un hombre de 60 años que desde hace una década vive de ocupa en un piso de la calle Motril junto a su mujer. Ahora, además, están con ellos dos de sus seis hijos, todos ellos vecinos del barrio.

Gregorio mantiene a su familia gracias a la venta de ropa por las calles de la ciudad. Es el único que tiene algo de trabajo en su domicilio. Su mujer está enferma de corazón y tiene azúcar y colesterol, así que ni se plantean que pueda acceder a algún tipo de trabajo. Ella le acompaña siempre que puede en sus salidas en coche y le echa una mano con el género.

Ambos entraron en el piso que ahora ocupan hace diez años porque no tenían donde acudir y aunque habían probado a vivir con algunos de sus hijos no dio resultado. Sabe que es propiedad de una entidad financiera.

Gregorio asegura que a las vecinas del bloque «les vino muy bien» que se fueran los toxicómanos del edificio porque sabían que «había un problema» como que «la gente que había aquí dentro fumando» pudiera provocar un incendio, así que ahora «están muy contentas». «cuando ellas han visto las personas que somos, que nos buscamos la vida , que han visto que somos personas humildes, han visto que somos personas con las que se puede convivir». Y eso que «venimos de los Vikingos», «pero no somos gente de peleas ni de droga. Me busco mi vida con mi coche, con mi ropa, y han visto cómo nos manejamos».

Gregorio explica que cuando entró en la vivienda se fue a hablar con la presidenta de la comunidad de vecinos para decirle que él no tenía intención de «romper nada» ni de destrozar la casa más de lo que ya estaba, sino que lo necesitaba para vivir.

No ha podido arreglarla desde entonces. Dice que los últimos inquilinos arrancaron tuberías y el cableado de la luz. Esta última está enganchada «gracias a las vecinas, que han sido buenas con nosotros», pero en su domicilio no hay agua corriente.

Asegura que la vecindad se ha portado bien con ellos, tanto que hasta les han dado algunos de los pocos muebles que tiene en la casa, como las mesas y las seis sillas que presiden el pequeño salón.

No tienen cama, tan solo colchones que esparcen por el suelo cada noche para poder dormir.

Gregorio sigue viviendo en el barrio en el que nació, aunque destaca que le hubiera gustado salir «porque es muy conflictivo, la verdad». De todas formas tiene cerca a la mayoría de sus 20 nietos.

Lleva un tiempo esperando a que le den una vivienda social o algún tipo de ayuda para intentar que la situación cambie un poco, «pero ni me llaman ni nada y como aquel que dice estamos en la calle».

Tienen hasta enero para dejar la casa, porque hay orden de desahucio para esa fecha, según relata. Cuando llegue ese momento asegura que se irán a la calle, «porque a ver dónde vamos». Ya ha estado un par de ocasiones en juicios por esta ocupación y relata que cuándo el juez le ha pedido explicaciones por ocupar la vivienda siempre le ha dicho, «mire usted, señoría, estábamos en la calle y lo que hemos hecho es un favor al bloque, porque allí había gente pinchándose y fumando droga y nosotros hemos sido gente humilde, nos hemos metido y estamos viviendo».

Pero para Gregorio «esto no es vida», se lamenta, y «si me metieran a trabajar, gloria a Dios», porque «podría pagar mi luz y mi agua», una vivienda, «algo» -añade-.

Insiste en que seguirá buscando una salida y hablando con Servicios Sociales, con la Empresa Municipal de Viviendas o con quien haga falta para encontrar una solución a su situación familiar «porque mientras pueda me seguiré buscando la vida honradamente».