Si quieren ver a esta rara avis, tendrán que madrugar porque sale de casa bien temprano, a la misma hora a la que se asoma el sol. Deberán apostarse en alguna esquina de la calle Libertador Rafael Mora, en el barrio del Guadalquivir y esperar ojo avizor. Fernando Aguilar Pavón tiene 77 años, pero se mueve muy rápido. Ya quisieran muchos jóvenes llevar en la recámara una cuarta parte de la energía que se gasta este abuelo.

Enmascarado, cual Llanero Solitario, armado de escoba y recogedor, lleva tres años cumpliendo una rutina autoimpuesta, barrer durante una hora toda esa avenida, unos 500 metros, porque sí, porque quiere, sin esperar nada a cambio, por el simple gusto de ver su calle reluciente. Ojo, no critica el trabajo de los barrenderos. «Algunos me dicen que le estoy quitando el trabajo a Sadeco, pero no, ellos hacen su trabajo lo mejor que pueden», aclara, «pero en cuanto se dan media vuelta, siempre hay alguien que se encarga de tirar algo al suelo».

Fernando tiene mujer, dos hijos mayores y tres nietos y lleva 35 años viviendo en el barrio del Guadalquivir, desde que se mudó de su casa en Cañero Viejo. «Echamos la solicitud y cuando nos dieron el piso de compraventa aquí nos mudamos», explica, con una risa nerviosa que se oculta tras la mascarilla, pero que deja ver la cara de pillo que debió ser de pequeño. «Yo era muy travieso, mi padre no hacía carrera de mí en el colegio, intentó que hiciera algunos estudios, pero a mí no me gustaba y enseguida me puse a trabajar con él», recuerda sincero. Su padre era «el Matías, el del garaje Matías, en la antigua zona, tú no lo conocerás, de eso hace muchos años, pero a mi padre lo conocía todo el mundo en Córdoba en aquella época y los hijos éramos los del Matías».

No tuvo que buscar mucho para encontrar su vocación porque pronto se dio cuenta de que era «un manitas» y que era capaz de arreglar todo lo que caía en sus manos. «Yo soy como McGuiver», afirma convencido con otra carcajada de las suyas. «Me crié trabajando de mecánico de bicicletas con mi padre y luego me metí en el taller de motos de Bartolomé Fernández y después con Motos Álvarez en frente del matadero, muchos años», explica haciendo memoria con los ojos. Su mujer asiente con la cabeza de vez en cuando, confirmando que todo lo que dice es tal cual.

«A mí siempre me ha gustado la mecánica y ahora todavía estoy siempre liado con lo que pillo», comenta. En casa, eran cinco hermanos, cuatro varones y una hembra, y todos los varones pasaron por el taller, «pero yo soy el más manitas, y también el más travieso», advierte convencido. Hasta hace poco, todos los sábados se bajaba a la puerta de casa para arreglar los pinchazos y las bicicletas del barrio. «Los nenes me esperaban cuando se les rompía algo para que le echara una mano», recuerda, «yo es que no puedo estar quieto, tengo que buscarme alguna actividad, ¿sabes?».

Con 55 años se quedó en paro, «pero tardé poco en encontrar trabajo de peón albañil lo primero y luego de fontanero, con los neumáticos en Sánchez Redel, de jardinero... he hecho de todo hasta que me jubilé», confiesa. Siempre le gustaron las motos, sobre todo, las Derbi, y ha tenido una hasta hace poco. No le ha hecho falta tener carnet de conducir para probar las que pasaban por sus manos en sus tiempos mozos. «Verás, yo me apunté dos veces a la autoescuela para sacarme el carnet, pero duré dos días en cada una porque era muy cobarde para estudiar, si yo aprendí a leer y los números con los almanaques...», explica divertido, «así que mis motos han sido de las que no necesitas nada más que el permiso de circulación».

Aunque sale con la escoba a la calle, en casa hace poca chicha. «Soy apañado cuando se rompe algo, muy raro tiene que ser lo que pase para que entre alguien de fuera a arreglarlo, pero la comida y esas cosas las hace mi mujer, yo recojo la mesa», dice con su mujer al lado, toda prudencia y tranquilidad, asintiendo con la cabeza.

Conoció a su mujer en el Campo de la Verdad, «en el taller de Motos Castro para más señas», y se casaron a los tres años de novios «con un botijo y una silla», comenta, «nos fuimos a una habitación y luego a otra hasta que nos dieron el piso. «Yo creo que ya está harta de mí», dice Fernando, «normal, nos conocemos desde hace 46 años».

Desde que se jubiló, Fernando busca ocupación altruista alrededor de su casa. «Barro casi toda la calle, ayudo a ordenar la cola del supermercado de la esquina, ahora con lo del coronavirus, como si fuera un guardia jurado, y le ayudo a mis amiguetes de la tienda de comestibles del barrio a reponer y a colocar cosas», explica, «a veces barro una acera solo y otros días las dos, según cómo me dé». En los bares y comercios de alrededor lo conoce todo el mundo.

«Empecé con esto porque me gusta quedar bien con toda la gente y porque veía que estaba sucio», relata, «porque la gente se deja las cacas de los perros, no son conscientes, no se preocupan por buscar las papeleras y ahora con las mascarilas y los guantes se ve de todo», lamenta, «me vengo con mi perra, la amarro y mientras barro ella se queda conmigo». Su compromiso con la calle, eclipsado en tres años solo por el confinamiento obligado, no entiende de fenómenos meteorológicos adversos. «Yo bajo en verano, en invierno, llueva, haga frío o calor», sentencia, «si llueve mucho me paro por debajo de los portales hasta que escampa y sigo». Cuando acaba de barrer, se sienta en algún bar a tomar un cafelito y luego se pone a echar una mano.

No sabe lo que son las vacaciones. «A mi mujer y a mí no nos gustan los viajes. Fuimos dos veces a Fuengirola y ya está». Y eso que de joven él no dudó en irse a Alemania. «Estuve allí dos años, de soltero, trabajando en una fábrica, hasta que me harté porque estaba muy solo y todo lo que ganaba me lo gastaba en irme de juerga», confiesa, «así que me volví para España». Se ve que acabó cansado de fiesta porque dice que ahora no le gustan los bares y ya ni siquiera va a jugar con los mayores al dominó. «Llevo dos años sin probar nada nada de alcohol». No hay más que verlo, todo fibra y nervio. Siempre con mascarilla, no concibe su vida sin el cachucheo de la calle. El confinamiento le robó unos cuantos meses. Ahora toca recuperar el tiempo perdido.