Nació en Plasencia hace 57 años, tiene alma choquera (Huelva), pero vive en Córdoba desde el 82. Así resume Antonio Romero sus raíces. El número 11 de 12 hermanos, vino al mundo de la forma más natural. «Mi madre estaba haciendo croquetas con mi abuela, la matrona de todos nosotros, cuando rompió aguas. Dio a luz en un cuarto y, después de limpiarme, mi madre me puso en brazos de una de mis hermanas, a la que dejó encargada de estar pendiente mía, y ella siguió con las croquetas». Hijo de militar, se crió en un cuartel y tuvo una infancia disciplinada, pero feliz y divertida. «Con tantos hermanos, no había cómo aburrirse», explica sonriente. Vivió en Huelva diez años y la ciudad, «pese a lo fea que es», le marcó en el alma «porque la gente de allí es muy graciosa», asegura convencido. Nada que ver con el toque esaborío del que hace gala el cordobés, se podría añadir.

No era buen estudiante. «A mí me gustaba reírme mucho, contar chistes», dice sincero. Cuando acabó la EGB, se metió a hacer electrónica que, por lo visto, «estaba de moda», aunque su verdadera vocación era la cocina. «Lo malo es que en Huelva no se podía estudiar casi nada, y menos cocina». Trabajó más de veinte años de aquello que estudió. «Primero como autónomo arreglando radios y luego en una empresa de máquinas recreativas, arreglando tragaperras, yo que no he echado un duro en mi vida a eso», comenta encogiéndose de hombros con la sonrisa siempre dibujada en la mandíbula, pese al toque tristón de sus ojos claros. Su trabajo no le impidió aprender los misterios de los fogones «leyendo libros de mis abuelas, con recetas hechas a base de cigüeñas, buitres y cocodrilo, porque en la época del hambre se lo comían todo».

Empezó a trabajar cuando acabó la mili, que por casualidades de la vida, le tocó en el mismo cuartel de Plasencia en el que se crió. «Me ofrecí voluntario a hacer gazpacho diario para toda la tropa -recuerda-. El gazpacho me sale muy bueno, aprendí a hacerlo con 12 años porque mi padre tenía que tenerlo hecho sin falta al volver del cuartel, lo tomaba dos veces al día y yo era el encargado de hacerlo». Recuerda con nostalgia también su época de radioaficionado, que se vio truncada al llegar a Córdoba. «En Huelva vivía en un noveno frente al mar y hablaba a diario con Sudamérica y EEUU, pero al llegar aquí me instalé en un edificio muy bajo y rodeado de pisos al que no llegaban las ondas», comenta resignado.

Comenzó su gran odisea

En el 2001, se cansó de la electrónica y embarcó en su gran odisea, el traspaso de la taberna La Espiga. «Empecé un Domingo de Ramos, con la única ayuda de mi hija de 15 años, sin saber siquiera cómo echar una caña, pero salimos adelante», comenta orgulloso. «Al tiempo, empezamos a poner menús y aperitivos». Cuando habla de La Espiga, convertida ahora en un bar moderno, se indigna. «Ese edificio estaba protegido, no se podía tocar y lo han tirado abajo entero -comenta-. Un crimen, había hasta sillares romanos debajo». Recuerda esos años como «un momento muy feliz, ese sitio me encantaba, montábamos conciertos, recitales de poesía y todo tipo de actos culturales». Pero se le quedó pequeño y decidió asumir también la taberna La Magdalena, compaginando ambos locales durante un año. Allí se dedicó a su pasión, la cocina. «En Córdoba aprendí a hacer el salomorejo, en esa época no había internet y me dediqué a probar aquí y allá, el mejor lo hacían en el bar Raya, en la Huerta La Reina -relata- . Un día probé y desde entonces me sale muy rico». En La Magdalena, disfrutó mucho pese a las largas peonadas. «Teníamos tertulia de chistes todas las noches, me reía tanto...». Pero llegó la crisis y en el 2015 dejó el bar y volvió a la electrónica, a la empresa de tragaperras de la que antes se había ido. Para entonces, estaba con su actual pareja y ya había nacido su hijo Olmo, cuyo nombre es homenaje, como la mayoría de Olmos de España «al personaje de Novecento y a un alumno de la madre de mi hijo», que ahora tiene 12 años. El cambio a las máquinas le sentó muy mal. «En un salón recreativo se ven cosas muy feas -afirma-. Gente que se juega todo en una máquina».

Espera ver reconocida su discapacidad

Al final, decidió irse y se enroló en Las Beatillas, con mucha ilusión, pero duró mes y medio. «Me puse muy malo -explica-. Tengo una artrosis bestial y el ritmo de trabajo me disparó los dolores», indica, a lo que se sumó el empeoramiento de su problema de vista. «Soy diabético y no lo sabía, empecé a perder la vista de un día para otro y ahora veo el mundo torcido, literalmente torcido», relata, describiendo una realidad cubista que le hace sentir «muy mal porque no puedo andar ni conducir, aunque lo más duro es no poder trabajar, y que como esto no se nota, la gente me saluda y yo no identifico a nadie». Desde hace un tiempo, le inyectan un medicamento experimental «para ver si esto se frena, pero no sabemos». Amo de casa total, se pasa el día «limpiando, fregando y guisando», a su ritmo, mientras espera que un tribunal médico le reconozca la discapacidad para buscar un trabajo adaptado. «Estoy loco por empezar a vender cupones, ojalá», confiesa antes de decirse en voz alta: «Hay que tirar para adelante, superarlo y no venirse abajo, eso nunca».