«He tenido la muerte cerca en más de una ocasión y cuando eso ocurre ves cosas que antes no veías. En otras etapas de mi vida las drogas me han servido para evadirme, ahora no tomo nada y he descubierto que estoy enganchado a la vida. Lo veo todo de otra manera porque es la vida lo que me da subidón».

Patricio Jiménez tiene 54 años y una historia llena de altibajos que lleva escrita en sus ojos, en su rostro, y hasta en sus manos. Nació en una casa de La Corredera, el tercero de siete hermanos. «No vine al mundo en un hospital sino en mi casa, con una matrona», explica. No era muy buen estudiante, le encantaba callejear y cuando acabó 8º de EGB quiso hacer Turismo, pero acabó estudiando administrativo. «La cagué un par de veces y luego lo dejé», confiesa sincero. Sus andanzas callejeras acabaron haciéndole coquetear en los ochenta con una droga emergente, la heroína, cuyos efectos se desconocían aún en esa época y que acabó llevándose por delante a parte de una generación. «La Corredera era en aquel momento un nido de camellos, yo la probé con 16 años y esa fue mi perdición. En el 85 me fui a la mili a Madrid medio enganchado y en el 87, cuando volví, tuve que ingresar en una casa entre Hornachuelos y Palma del Río de Arco Iris para desintoxicarme -relata con la mirada perdida en algún recuerdo-. Gracias a mi madre pude salir». Aquella droga le dejaría una cicatriz interior difícil de borrar.

Cuando tuvo la oportunidad, quiso volar y se marchó a Gerona, a trabajar en un restaurante mexicano. «Desde muy joven quise buscarme la vida -recuerda-. Soy el único hermano que no ha parado en casa». Seis meses después, se le acabó el contrato y regresó a Córdoba. Llevaba más de un año alejado de su mundo y quiso emprender y empezar de cero. Un grupo de amigos lo animó a tomar las riendas del bar de La Corredera que durante años había regentado su abuela y en 1989, confiado en su recuperación, se embarcó en el proyecto rebautizando aquel local con su nombre, El Patri. «Recuerdo esos años como una etapa muy bonita y muy loca de mi vida -explica-. Se creó un ambiente muy chulo en torno al bar, que durante mucho tiempo fue punto de encuentro para gente muy diversa, desde artistas de aquí como Vicente Amigo, Latorre, El Pele o Paco Gil, a otros que venían de fuera y se los traían al bar, gente del barrio, rockers, pijos, había de todo».

Según su relato, el entorno le inspiraba a hacer cosas hasta que las sombras regresaron. «La Corredera tenía mucha vida en aquellos años, no solo bares, estaba el mercado central, había una librería, la tienda de antigüedades o la tienda de botas tejanas». El Patri fue el primero en montar terraza en La Corredera, donde se servía cervecita y tapas como sus boquerones en vinagre o el salmorejo, que fueron durante una era seña de la casa. «Puse mesas con flores para que la gente se sentara y aquello encantó, empecé con unas mesitas y acabamos con un velador grande».

En el año 1996, Patricio dejó El Patri para encontrarse a sí mismo. «Tuve que aparcar el bar (que ahora está traspasado aunque conserva su nombre) porque empecé a tomar cocaína y alcohol hasta que se me fue de las manos», afirma sin rodeos.

Esta vez se refugió en el campo, en casa de una amiga, donde pasó dos años aislado. «Aprendí mucho en esa época, siempre he sido muy activo, no puedo quedarme quieto y aunque no sabía nada de albañilería, empecé de peón y acabé haciendo una casa», cuenta. Su retiro existencial le hizo encontrar otro rumbo, enrolarse en la Escuela de Artes y Oficios y descubrir una vocación artística solo latente hasta entonces. «La pintura y la escultura me han aportado serenidad, son una válvula de escape que me permite expresar mis sentimientos». Trabaja con raíces que define como «la belleza oculta a los ojos que no se contemplan», a partir de las que crea sus esculturas, y pinta al óleo cuadros cada vez de mayor formato.

En pleno proceso de reinvención, la vida aún le guardaba otro revés. «Yo siempre he estado ronco, pero un día, de buenas a primeras, me quedé sin voz -recuerda-. Completamente afónico, fui al médico y después de varios meses sin fumar, viendo que no mejoraba, unas pruebas revelaron que tenía cáncer de laringe». Casi dos años estuvo sin poder pronunciar palabra. «Me quitaron el tiroides y me hicieron una traqueotomía, para una persona como yo, a la que le gusta tanto hablar, estar tanto tiempo callado fue muy duro, pero aprendí a hablar de nuevo con ayuda de una prótesis de laringe», sentencia orgulloso mientras pulsa el botón que lleva ajustado al cuello. Junto a él, siempre Maite, su mujer y pieza clave en la vida del Patri desde hace 23 años.

Tras una decena de exposiciones en bares, trabaja en su estudio ocho horas diarias y no para de crear. Su sueño es «hacer una muestra retrospectiva de los últimos cinco años». En esta etapa, reside en San Agustín, «un barrio a la vez castizo y cosmopolita». A día de hoy, lleva una vida absolutamente sana, pero no se arrepiente de nada. «Todo lo que he vivido, cada paso que he dado, me ha enseñado a ser quien soy».