Nunca supe cómo se llamaba aquel señor mayor que, durante años, vigiló el aparcamiento del Alcázar de los Reyes Cristianos y que, pese a su cojera, seguía a los coches que pasaban a grito de ¡¡Pepe, Pepe!! para invitarlos a estacionar en los huecos que le iban quedando libres. Un día, dejé de verlo y ya no lo vi más. Quién sabe qué sería de él. Era un gorrilla fijo, de esos cuya imagen, apoyada sobre una muleta, se te queda grabada para siempre en la retina.

Igual que aquel hombre desapareció de su puesto sin dejar rastro, hace diez años que en la puerta de El Corte Asia de La Torrecilla apareció un hombrecillo sonriente de ojos azules llamado simplemente José, un chaval alegre cuyo semblante amable y tranquilo me intriga, acostumbrada a una sociedad en la que todo el mundo anda con la sonrisa hipotecada, acelerados y medio cabreados. Va a ser verdad que no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita.

Desconfiado al principio, extrañado porque alguien le aborde para hacerle preguntas sobre su vida, José Relaño accede a hacer un alto en su actividad para contarme su historia mientras saluda e interactúa con quienes entran y salen del aparcamiento. Vecino del Guadalquivir, calcula que fue el quinto de los 20 hijos que tuvieron su madre, ama de casa, y su padre, legionario jubilado, de los que 18 siguen vivos. Según su relato, pasó casi toda su niñez interno en un centro de menores al que lo llevaron a él y a otros hermanos porque en casa eran demasiados y los medios con los que contaban eran limitados. «Mi familia se busca la vida con los cartones y la chatarra», explica sincero con su amplia sonrisa dibujada en la cara. José sonríe todo el rato, dejando a la luz su boca desdentada. En el colegio aprendió a leer y a escribir, poco más. Cuando le pregunto por su infancia, me mira extrañado y responde: «¿qué es eso amiga? (así se dirige a todo el mundo), no te entiendo».

Le explico que quiero saber si fue un niño feliz y asiente extrañado: «Yo no tengo problemas».

A los 18 años, salió del centro en el que estaba interno y regresó con su familia hasta que se fue a coger aceitunas a Espejo, «pero solo duré tres o cuatro meses, luego me echaron», confiesa sin explicar el motivo. Después, empezó a rondar por La Torrecilla en busca de alimentos hasta que se hizo gorrilla. «En Arenas, me daban pan los sábados y en Casa Antonio comida, Antonio es bueno». Tiene 41 años y está soltero. «Yo solo estoy mejor, así todo lo que gano es para mí», dice convencido. Por lo que cuenta, ya tuvo tres o cuatro novias, pero las dejó porque se aprovechaban de él y para eso «mejor estoy solo». Ahora sí, «amigas tengo muchas», añade entre risas. Luego piensa y explica que bueno, que tampoco está tan solo porque vive en el mismo piso con sus padres y cuatro hermanos. «Pero estoy mejor aquí, este trabajo me gusta, cuido los coches, me conoce todo el mundo».

A las 9 de la mañana, suele estar preparado para realizar las primeras indicaciones y se va a las tres y media más o menos. Desde hace un tiempo, lo acompaña su primo Fidel, del Cerro, al que le enseña el oficio, y que le releva por las tardes. A diferencia de otros gorrillas, José no pide, se limita a ayudar a los conductores mientras sonríe. Si cae la breva y le dan una moneda, bien, y si no, también. A veces, se sienta a tomar un café en el bar de al lado. «Si viene mala gente, me voy, hay mangantes», dice convencido.

Todo lo que gana, se lo gasta en comida y en ayudar a sus padres. «No fumo ni bebo, amiga, pero tengo mal los dientes porque todo el día estoy comiendo dulces, a mí me encantan los dulces». No ahorra porque, según confiesa en voz baja, como si alguien lo estuviera escuchando detrás de algún coche, «tengo un hermano drogaíllo y si me ve con algo, igual me lo quita para lo suyo».

Por las tardes, no trabaja. «Hago deporte, soy muy deportista». Buena cosa. Quizás por eso el médico lo frecuenta tan poco como el dentista. «Solo he ido una vez al hospital, a mí no me duele nada nunca». Cuando le pregunto por sus hermanos me dice que no quiere hablar, que alguno ha estado preso pero por cosas que no puede contar porque le da vergüenza y lo dejo estar. De los que ya no están, me dice que uno murió ahogado en el río y otro se murió de hambre en la calle, pero tampoco entra en más detalles.

«¿Que si soy feliz? Pues claro que soy feliz, no voy a llorar, amiga, hay que estar alegre. Llorar lloré una vez, cuando murió mi hermano en el río, él tenía 17 años y yo 12, y por el otro que era más chico y se fue en la calle, en invierno». Después de eso, ¿por qué más podría llorar?, me pregunto.

Luego cambia de tema sin dejar de reír, con sus grandes ojos azules bien abiertos, y cuenta que los fines de semana se va «por ahí» con la bicicleta. «Me gusta la bicicicleta y estar tranquilo en el campo», sentencia.

El mundo que ha visto se reduce a Córdoba, aunque tampoco es seguro que la haya recorrido entera, quizás su mundo se concentre en la parte sur hasta el polígono. «¿Que si he viajado? Solo a Montoro y a Espejo, y ya está. Más lejos no, si no conozco a nadie y nadie me conoce a mí, para qué voy a ir a ningún sitio, qué quieres, que me pase algo?», responde haciendo uso de un sentido común tan aplastante que me deja con la boca abierta. Entonces da por acabado el interrogatorio y se despide para volver al tajo. La vida sigue, la gente entra y sale del enorme bazar chino y pienso que las cosas quizás sean más simples de lo que parecen.