Miro a Córdoba con miedo y mucha esperanza. Hace unos años algo hizo «chas» en mi cerebro y descubrí que estaba (conscientemente) enamorada de esta ciudad más allá de la Mezquita o la Judería.

Me había enamorado del complejo entramado de lazos y cuidados generados por una ciudad llena de gente desbordante de creatividad, valores e inquietudes que se resiste a perecer ante los nuevos modelos individualistas de urbanismo, el cambio climático y la turistificación que implica ser una de las ciudades más bonitas de la península; rescatando de algún modo aquellos estilos de vida ligada a los clásicos patios vecinales de casas laberínticamente distribuidas entre callejas. Se me hace hasta poético pensarlo.

Es por esto que tengo miedo a quedarnos sin tiempo. Miedo a que el calor de verano sea tan abrasador que la gente no pueda vivir más en sus casas; que la falta de agua y las escorrentías mermen la vigorosidad de nuestras tierras, fértil vega del Guadalquivir, y ganarse el pan en nuestros pueblos se haga cada vez más imposible. Me preocupa que tengamos que seguir limpiando los Sotos de la Albolafia o los Baños de Popea de basura cada año. ¿Habéis visto alguna vez las nutrias disfrutando de su baño en el Guadalquivir desde el Puente Romano o las grullas pasar en invierno?

A mí, que soy nieta de plateros y labradores, que me emociono con nuestra cultura, me preocupa que nuestra primera «industria» sea el turismo y que parezca que lo único que pare que éste nos coma sean 50ºC en verano...

Tendremos que mejorar a la hora de creérnoslo: de darnos una palmada en la espalda por lo bien que hacemos y lo que se puede seguir haciendo. Sentirnos orgullosas de poner el consumo responsable y justo en el mapa, de demostrar que se puede vivir de otra manera enarbolando el cuidado a nuestra biodiversidad y de nuestros barrios y pueblos como bastión contra la emergencia climática.