La sabiduría popular cordobesa parece afirmar que en la asociación Amigos de las Ermitas somos proclives a romper esquemas. Algunos piensan que somos una especie de continuación de los ermitaños; otros, que nos dedicamos a cultivar y pelar habas todo el año; muchos, que en la Juventud Protectora disfrutamos madrugando para subir cuestas y ponernos de pintura hasta las cejas, pero todos coinciden en que normales del todo no somos.

Con todos los defectos del mundo, intentamos ser fieles a algo así como aquella consigna de los Fiannas, esos guerreros legendarios de la Celtia heroica: «La fuerza en nuestros brazos, la verdad en nuestros labios y la pureza en nuestros corazones». Frases como esta quizá no estén de moda y eso nos encanta ya que en las Ermitas protegemos lo atemporal. Nuestra labor puede sonar demasiado idealista, incluso tal vez atípica o absurda al no estar remunerada, pero todo encaja al comprender que para nosotros la fe importa más que cualquier valor bursátil.

Mantenemos el patrimonio físico de las Ermitas, pero también el trascendente, ya que, como decía G. K. Chesterton, «si suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural». Es por eso que vengo hoy, en el 400 aniversario de la muerte del hermano Francisco de Santa Ana, a contar tanto su vida como la aparición de la que fue testigo en el desierto de Nuestra Señora de Belén, concretamente, en una de las casitas blancas que tanto cuidamos.

Basándonos en Memorias que se conservan de algunos ermitaños que han existido en la Sierra de Córdoba desde los tiempos más remotos hasta nuestros días e historia de la actual Congregación de Nuestra Señora de Belén, de Manuel Gutiérrez de los Ríos, sabemos que el hermano Francisco de Santa Ana nació en 1572 en el seno de una familia profundamente creyente y pobre, oriunda de Alcalá de Henares (Madrid). Pasó su más tierna infancia afanado en tareas del campo para ayudar a sus padres y, una vez pudo ir con su hermano mayor, rector del Colegio de Salamanca, aprendió letras, gramática latina y, sobre todo, religión.

Habitó cuatro años en una ermita dedicada a María Santísima, con el título de Bella Rosa, situada en Posadas. Allí enseñó doctrina cristiana a los niños del pueblo, además de guiar espiritualmente y consolar con sus santas palabras a todos los que a él acudían por motivos de dolor, necesidad o vacío. El Señor supo hacer ver su amor de cara a las hermosas obras ejercidas por el hermano, haciendo brotar agua de una fuente -situada en la ermita- que llevaba mucho tiempo seca; esta corrió limpia y fresca durante el tiempo justo en que allí estuvo Francisco, quien, vistiendo el hábito de ermitaño, recibió el sobrenombre «de Santa Ana».

Aún encontrándose en plena gracia de Dios con su quehacer, era incapaz de evitar pensar en su deseo de ser religioso, decidiendo dejar la ermita. Intentó en numerosas ocasiones tomar el hábito en monasterios y conventos, llegando a ser incluso admitido, pero siempre cayendo enfermo antes de entrar. Por muy bienintencionados que estemos, de poco sirve si no es lo que Dios tiene preparado para nosotros.

Con 28 años abrazó de forma definitiva la vida eremítica -estableciéndose en una cueva de La Arruzafa- y, milagrosamente, a partir de este momento su complexión, extremadamente débil y proclive a caer en enfermedades graves, pasó a ser destacadamente vigorosa, sana y capaz de soportar abundantes esfuerzos y penitencias.

Como dejó testificado Blas Aguayo, el hermano Francisco de Santa Ana fue responsable de innumerables conversiones gracias a su don de palabra durante prolongadas conversaciones con muchas de aquellas personas que pasaban por el camino de Córdoba a La Arruzafa. También poseía la virtud de la caridad, no entraba en su cosmovisión ápice alguno de utilitarismo moderno. Nada poseía y cuanto le daban era repartido inmediatamente entre los pobres. Para él toda debilidad material era un signo inequívoco de decadencia.

Queriendo Francisco encontrar soledad más oculta, subió a una perdida cumbre de nuestra sierra para internarse en la cavidad de un peñasco. Este lugar era conocido como Cerro de la Crcel o Rodadero de los Lobos, hoy lo llamamos las Ermitas de Córdoba. Solo en muy extrañas ocasiones encendía el fuego, no probaba el vino y su alimento se reducía a frutas secas, como bellotas o algarrobas, una vez al día. Para todos los que lo conocieron era llamativo ver cómo soportaba todo tipo de dolores y sacrificios «con singular paciencia, conformidad y aun alegría». Concretamente, fray Juan de Jesús, de la orden de San Jerónimo, quien fue antiguo ermitaño y llegó a vivir diez años junto a la figura que nos ocupa, supo describirlo como «mal vestido, peor calzado, muy encerrado, gran penitente, siempre suave, abstinente, amigo de pobreza, obediente sin escusa, amigo del consejo, deseoso de aceptar, liso y sincero de corazón, bien intencionado y de mucho asiento en sus pareceres, afable recatado, fervoroso, reverente, modesto, casto con una vergüenza virginal, simplicidad de niño, y caridad muy grande, su oración continua, muy paciente en muchos trabajos y muy devotísimo de san Juan Evangelista».

Estando allí, entre otras revelaciones con las que fue bendecido, quisiera destacar una reflejada en las obras de su vida y dada a la luz por Juan Páez de Valenzuela: «Estando un día del santísimo sacramento en oración, pidiendo a nuestro Señor no permitiese ofensa suya en día tan señalado, quiso su majestad hacerle un singular regalo apareciéndosele visible con la cruz a cuestas y le dijo estas palabras: Francisco, de esta manera me tratan hoy los hombres. Conque se quedó deshecho en lágrimas, absorto y elevado por mucho tiempo». El lugar exacto en que esto sucedió está en la ermita que todos conocemos por el nombre de Judas Tadeo, donde se encontraba la cueva que Francisco de Santa Ana habitó hasta su muerte hace hoy 400 años.