NACE EN CORDOBA (1936).

TRAYECTORIA MAESTRA DE PROFESION, HA ESTADO MUY VINCULADA AL MOVIMIENTO VECINAL Y ASOCIATIVO DE CORDOBA.

Es una mujer de empuje, de semblante más bien serio y maneras suaves. Fuerte como una roca en la defensa de sus principios, que se cimentan en una fe capaz de mover montañas de solidaridad y en la reivindicación de derechos ciudadanos contra viento y marea. Hizo de su vida un compromiso social en todos los frentes en que estuvo presente, desde la enseñanza y el sindicalismo a la lucha por conseguir que pisara fuerte el movimiento vecinal --que se lo premió con el Cervatillo de la Federación Al-Zahara--. Pero Luisa Jimena Fernández, mujer culta, franca y de trato llano, todo lo ha hecho de corazón y sin querer destacar.

Hija de una familia de posibles, escogió desde joven una vida cercana al sentir de la calle; un camino que ha recorrido codo a codo con su marido, el abogado Rafael Sarazá, cuya ancha figura le ha hecho sombra sin querer, mientras ella prefería moverse en un discreto segundo plano. "Soy tímida --reconoce--. Es curioso que en las fotos con grupos de gente aparezco detrás, en la última fila. Si no se me ve, mejor".

--Es difícil no verla, entre otras razones porque es usted una mujer bastante alta.

--(Ríe con su risa apagada). Bueno, sí... Pero la timidez siempre ha estado ahí, aunque la acabé venciendo a base de mucho ejercicio de la vida. Nosotros empezamos a desarrollarnos a través de grupos cristianos, y luego me dio soltura hablar en público cuando otros me lo pedían, pero no me acabo de sentir cómoda.

--Pues no lo hizo nada mal el pasado año como pregonera de la Velá de la Fuensanta.

--Al principio me sentí muy nerviosa. Durante el verano le di muchas vueltas, hablé mucho de ello con Rafael y con mis hijos, que tantas vivencias tienen del barrio. Pero me enorgulleció que mi gente del distrito me hubiera elegido como pregonera, fue un honor. Porque aquí hay gente con los mismos méritos si no más que yo. Y cuando dije lo que quería decir me sentí muy contenta. El aplauso de la gente lo llevo grabado en mi corazón.

--Aquel día, aparte de pedir un cambio total de la sociedad, dijo cosas como que la Virgen es una de las grandes indignadas de la historia. ¿Se acuerda?

--Claro. Es que para todos los que hemos militado en grupos cristianos las figuras de Jesús y de María han sido muy importantes. Los que tenemos el privilegio de vivir no digo que en una zona pobre ni mucho menos, pero sí en una realidad cercana a la gente (se refiere al barrio del Santuario de la Fuensanta, donde la familia está avecindada desde su creación a comienzos de los años setenta) conocemos las angustias que se están pasando.

Luisa Jimena, mujer muy expresiva pese a su timidez, cuando, superados recelos, decide darte su confianza y abrírsete sin reservas, tiene fama de persona tan combativa como generosa. "Ojalá lo fuera, porque eso fue lo que yo viví en mi casa --dice--. Mi padre, Juan de Dios Jimena Fernández, era un afamado médico en Córdoba, pero el dinero igual que entraba salía de casa. Mi madre aplicaba eso que hoy hubiéramos llamado el impuesto revolucionario, y si en aquellos años de pobreza tremenda entraban ingresos mi madre, que ya tenía sus arreglos, los repartía a manos llenas. Tanto que en su funeral don Joaquín Canalejo Cantero, el párroco de la Compañía, dijo que si hablaran las piedras de la calle Marqués del Villar, detrás del Museo Arqueológico, cuántas cosas tendrían que contar de doña Lola. Y es que en esa calle había varias casas tan pobres que todavía recuerdo su olor a miseria".

--Pero ustedes vivían en la calle García Lovera, ¿no?

--Sí, en el número 6, allí alquiló mi padre para vivienda y consulta la planta alta. Fue en 1925, cuando llegó a Córdoba. Pero esa calle que te digo pertenecía a nuestra parroquia, y mi madre acudía allí a socorrer a las familias en la postguerra. Había una chica con una parálisis cerebral que se ponía como loca cuando oía los tacones de mi madre, porque era la única persona que se acercaba a darle un beso.

--Y creo que en su misma casa montó una especie de ONG.

--Nuestra casa siempre estuvo abierta al que la necesitara. Mi madre compró la olla express más grande que salió al mercado para los restaurantes y en ella se hacía cocido todos los días menos los domingos. Nunca éramos menos de trece o catorce a la mesa: los primos que vivían en pueblos y se quedaban en casa por los estudios, la hija de la

costurera y los de no se quién, el monaguillo de la Compañía... Todos comíamos lo mismo, cocido. Solo a mi padre, que trabajaba catorce horas al día, se le ponía un huevo en la sopa.

--Trabajaba mucho pero, según cuentan, cobraba poco.

--Es que hoy no sabemos apreciar lo que es tener una sanidad pública. Entonces no había Seguridad Social y la gente se moría sin que la viera un médico. El Cortijo de Quintos, que ahora es un polígono, lo labraban una hermana de mi padre y su marido, y a todo el que se ponía malo por allí lo mandaban a casa. Y lo mismo con muchísima gente. No solo los veía gratis sino que les buscaba las medicinas con los representantes. Por las mañanas trabajaba en su consulta y por la tarde ejercía de médico de cabecera. Era un hombre generoso. Los de la fábrica del gas, que estaba en lo que luego fue el edificio de la Sevillana, lo querían mucho porque llegaba la Nochebuena y la primera fuente de comida que se preparaba era para el turno de guardia. Mis padres, a pesar de tener una vida acomodada, participaban muy poco de la buena sociedad.

"Mi padre era de una familia granadina de labradores pero muy modestos --continúa recordando Luisa, con la emoción clavada en sus grandes ojos oscuros--. De siete hermanos, fue el único que estudió, según él decía gracias al maestro del pueblo, que le buscó una beca. A mi hijo, cuando se fue a estudiar a Granada, le contaba en una carta que desde Atarfe, su pueblo, iba a la capital en una mula, la dejaba en una casa de postas y se iba andando a la universidad. Y así fue premio extraordinario de carrera. Y luego se marchó como médico militar a la guerra de Africa, donde él solo con ayuda de un libro aprendió alemán y a tocar la mandolina".

--¿Por qué se estableció aquí?

--Porque un hermano de mi madre había hecho aquí la mili y le dijo que en Córdoba había muy pocos especialistas. Al acabar la guerra dejó lo de médico militar --nada más contrario al espíritu castrense que él-- y, ya con la especialidad de Aparato Digestivo, decidió establecerse aquí. Y con el dinero aportado a la boda por mi madre, que era prima de mi padre y pertenecía a una familia catalana acomodada, los Castanys, compraron la primera máquina de rayos X que vino a una consulta privada. Era un hombre de ciencia, estudiaba todos los días. Murió una noche plácidamente. Lo encontramos por la mañana con una carta que le había escrito mi madre de novios y el rosario en la mano.

--Usted es la pequeña de los hermanos, ¿no es así?

--Sí, la tercera. Más una hermana añadida, Helga Walter, de Viena, que llegó hasta nosotros a través de unos viajes que después de la II Guerra Mundial organizó Cáritas Internacional, como ahora se hace con los niños saharauis y de Bielorrusia. A Córdoba vinieron más de 200 niños austriacos en estancia temporal. Lo que pasa es que Helga, al llegar a casa, se encontró con que mi padre hablaba alemán, y se sintió muy a gusto y siguió volviendo. Hasta que a los 14 años perdió a su madre y se quedó con nosotros como una hermana más.

La existencia de esta mujer hospitalaria, como toda su familia, está llena de afectos constantes y lealtades sin fin. Como hicieron sus padres con su hermana austríaca, también el matrimonio Sarazá Jimena sumó una hija más a los seis propios, una compañera de instituto de una de sus hijas que, siendo de fuera, encontró en el populoso clan calor de hogar y en él se quedó.

Pero eso fue ya muy avanzada una historia que nació casi al mismo tiempo que Luisa y su marido. Y es que ambos compartían la misma casa desde niños, pues el padre de Rafael, también abogado, ocupaba con su mujer y su único hijo la planta baja del edificio de García Lovera, lo que creó una estrecha relación entre las dos familias. "Entonces había mucha poliomielitis, y cuando llegaban a la consulta casos contagiosos me bajaban a la casa de los que luego fueron mis suegros".

--¿Se enamoraron de niños?

--No, no. Ellos se mudaron a la calle Eduardo Dato --lo que permitió a mi padre poner la consulta en la planta baja--. Nos volvimos a ver cuando murió su padre. A partir de ahí empezamos a salir. Estuvimos tres años de novios y nos casamos en 1959.

--¿Y en qué momento decidió vivir a la sombra de su marido?

--Yo viví muchos años para él, que brillaba en la profesión, en la política, en la sociedad. Y yo, y lo hice encantada, tenía que criar a seis hijos y atender una casa con suegra incluida. Ella era hija de un indiano que hizo fortuna en Uruguay aunque luego se arruinaron. Se adaptó a vivir en el Santuario tan feliz como cuando tenía chófer y veraneaba en San Sebastián.

--¿Usted también veraneaba en su infancia?

--Ibamos a Motril, a la casa de mi madre, una casa grande que estaba abierta a todo el mundo. Yo he tenido mucha infancia, y muy feliz. Y el caso es que tengo dos recuerdos opuestos. El de mi casa, donde aunque mi madre era muy espartana, muy austera, no faltaba la comida. Tanto que algunas amigas se quedaban por la tarde y la noche porque así merendaban y cenaban. Como no pagaban a mi padre, en Navidad llegaban tantos regalos que hacíamos matanza de pavos y luego se guardaban fritos en orzas. Bueno, los que no repartíamos entre unos y otros. Pero luego estaba el otro polo, la realidad de la calle. Un mundo distinto al nuestro, y mi madre decía que por eso había que compartir lo que teníamos.

--¿Cómo era Córdoba entonces?

--Había mucha pobreza, también la cultural. Yo tuve la suerte de que mis padres me mandaran al instituto en lugar de a un colegio religioso, y eso que eran creyentes y consecuentes con su fe, y además mi padre era el médico de todas las monjas de Córdoba. Y del obispo, don Adolfo Pérez Muñoz, que fue el primero que advirtió en Córdoba, donde había mucho germanófilo, de lo que hacían los nazis en Alemania. A mi padre se lo contó un día. Pero te hablaba del instituto, que para mí fue importantísimo. Los catedráticos tenían un altísimo nivel de enseñanza. Tuve una buena formación humanista, mientras las niñas de mi estatus aprendían a bordar y tocar el piano con las monjas.

--¿Fue en ese ambiente donde nació su vocación de maestra?

--El magisterio me gustaba, pero se unió también que mis padres estaban mayores y no les apetecía que estudiara otra carrera fuera. Me encontré con una Escuela de Magisterio, que estaba en la plaza de San Felipe, ideológicamente muy pobre. Con decirte que la asignatura más importante era las labores...

Mientras ojeamos álbumes de fotos antiguas en el salón de su piso --donde algunas piezas decorativas de valor, herencia materna, rompen el minimalismo de muebles y paredes--, Luisa recuerda que, a pesar de que se sabía nacida para enseñar, primero se dedicó a cuidar del marido y los hijos. ("Quisimos tener a los seis, no creas que vinieron porque no había tele", puntualiza). Y añade que no fue hasta 1973 cuando por fin pudo ejercer de maestra. "Vivíamos en Eduardo Dato y yo estaba muy metida en la organización del Colegio de la Trinidad, adonde llevamos a los niños. La idea que tuvo el párroco, don Antonio Gómez Aguilar, era que fuera un centro interclasista y eso me gustaba --dice--. Y cuando se abrió una escuela infantil me pidió don Antonio que la organizara y lo hice para ayudar. Aquello se acabó y me volví a casa con el gusanillo en el cuerpo. Hasta que surgió una vacante en el colegio y me incorporé con toda la ilusión del mundo".

--Y entonces empezó también su activismo sindical.

--Viví unos años muy bonitos, yo no sé los cursos que habré hecho de renovación pedagógica, sin puntos ni títulos ni historias. Y nació un movimiento asambleario en el que me involucré mucho. Allí, en aquellas asambleas clandestinas, conocí a Julio Anguita y a Herminio Trigo. Muchos enseñantes nos metimos en los sindicatos verticales pensando que aquello tenía que dar un vuelco. Otra chica y yo informábamos desde las escaleras y la mayoría de las veces llegaba la policía diciendo: "Ya están estas soltando el mitin". Y nos echaba. Me movía mucho y tomé autoridad. Y cuando llegó la democracia fui de los fundadores de Ustea. En la enseñanza he disfrutado muchísimo. Han sido 30 años en la Trinidad y no hay sitio en que no encuentre a un alumno. Cuando mi hijo Rafael tomó posesión como magistrado del Tribunal Supremo la policía de la puerta me dijo que yo había sido su maestra.

--¿Cómo fueron los años de la clandestinidad?

--Muy interesantes. Rafael y yo íbamos mucho por el Cineclub Senda. Y por el Círculo Juan XXIII, por supuesto. Tengo el carnet número 11, a nombre de Luisa Jimena de Sarazá . ¡Y eso que era el núcleo más progre de Córdoba! (ríe). Conocimos a gente importantísima, Felipe González, nuestro amigo del alma Juan María Bandrés, Carlos Cano, que vino a cantar... Nos suspendían esto y hacíamos lo otro, nos echaban de un sitio y nos íbamos más allá. Más de una vez nos acogió Joaquín Canalejo abriéndonos la puerta por la sacristía de la Compañía. Y la policía vigilando. Un agente hasta se ofreció una noche de lluvia a taparme con su paraguas. Fueron años duros. Notábamos el teléfono intervenido y no nos dieron el pasaporte para viajar. Yo conservo una de las bolas que arrojaba la policía en las manifestaciones. Pasamos miedo, y noches quemando papeles, pero éramos jóvenes y teníamos mucha fuerza.

--Y ahora, ¿cómo canaliza sus energías?

--Pues mira, me apunté a la Cátedra Intergeneracional --aunque estoy de año sabático--, a clases de Música con Pilar García Entrecanales, fascinantes, y de Arqueología, que siempre me ha gustado, con Desiderio Vaquerizo. Ahora soy voluntaria del Museo Arqueológico. Los maestros tenemos tanto vicio de enseñar que cuando no nos dejan hacerlo cobrando nos ponemos a enseñar gratis.

Pero eso fue ya muy avanzada una historia que nació casi al mismo tiempo que Luisa y su marido. Y es que ambos compartían la misma casa desde niños, pues el padre de Rafael, también abogado, ocupaba con su mujer y su único hijo la planta baja del edificio de García Lovera, lo que creó una estrecha relación entre las dos familias. "Entonces había mucha poliomielitis, y cuando llegaban a la consulta casos contagiosos me bajaban a la casa de los que luego fueron mis suegros".

--¿Se enamoraron de niños?

--No, no. Ellos se mudaron a la calle Eduardo Dato --lo que permitió a mi padre poner la consulta en la planta baja--. Nos volvimos a ver cuando murió su padre. A partir de ahí empezamos a salir. Estuvimos tres años de novios y nos casamos en 1959.

--¿Y en qué momento decidió vivir a la sombra de su marido?

--Yo viví muchos años para él, que brillaba en la profesión, en la política, en la sociedad. Y yo, y lo hice encantada, tenía que criar a seis hijos y atender una casa con suegra incluida. Ella era hija de un indiano que hizo fortuna en Uruguay aunque luego se arruinaron. Se adaptó a vivir en el Santuario tan feliz como cuando tenía chófer y veraneaba en San Sebastián.

--¿Usted también veraneaba en su infancia?

--Ibamos a Motril, a la casa de mi madre, una casa grande que estaba abierta a todo el mundo. Yo he tenido mucha infancia, y muy feliz. Y el caso es que tengo dos recuerdos opuestos. El de mi casa, donde aunque mi madre era muy espartana, muy austera, no faltaba la comida. Tanto que algunas amigas se quedaban por la tarde y la noche porque así merendaban y cenaban. Como no pagaban a mi padre, en Navidad llegaban tantos regalos que hacíamos matanza de pavos y luego se guardaban fritos en orzas. Bueno, los que no repartíamos entre unos y otros. Pero luego estaba el otro polo, la realidad de la calle. Un mundo distinto al nuestro, y mi madre decía que por eso había que compartir lo que teníamos.

--¿Cómo era Córdoba entonces?

--Había mucha pobreza, también la cultural. Yo tuve la suerte de que mis padres me mandaran al instituto en lugar de a un colegio religioso, y eso que eran creyentes y consecuentes con su fe, y además mi padre era el médico de todas las monjas de Córdoba. Y del obispo, don Adolfo Pérez Muñoz, que fue el primero que advirtió en Córdoba, donde había mucho germanófilo, de lo que hacían los nazis en Alemania. A mi padre se lo contó un día. Pero te hablaba del instituto, que para mí fue importantísimo. Los catedráticos tenían un altísimo nivel de enseñanza. Tuve una buena formación humanista, mientras las niñas de mi estatus aprendían a bordar y tocar el piano con las monjas.

--¿Fue en ese ambiente donde nació su vocación de maestra?

--El magisterio me gustaba, pero se unió también que mis padres estaban mayores y no les apetecía que estudiara otra carrera fuera. Me encontré con una Escuela de Magisterio, que estaba en la plaza de San Felipe, ideológicamente muy pobre. Con decirte que la asignatura más importante era las labores...

Mientras ojeamos álbumes de fotos antiguas en el salón de su piso --donde algunas piezas decorativas de valor, herencia materna, rompen el minimalismo de muebles y paredes--, Luisa recuerda que, a pesar de que se sabía nacida para enseñar, primero se dedicó a cuidar del marido y los hijos. ("Quisimos tener a los seis, no creas que vinieron porque no había tele", puntualiza). Y añade que no fue hasta 1973 cuando por fin pudo ejercer de maestra. "Vivíamos en Eduardo Dato y yo estaba muy metida en la organización del Colegio de la Trinidad, adonde llevamos a los niños. La idea que tuvo el párroco, don Antonio Gómez Aguilar, era que fuera un centro interclasista y eso me gustaba --dice--. Y cuando se abrió una escuela infantil me pidió don Antonio que la organizara y lo hice para ayudar. Aquello se acabó y me volví a casa con el gusanillo en el cuerpo. Hasta que surgió una vacante en el colegio y me incorporé con toda la ilusión del mundo".

--Y entonces empezó también su activismo sindical.

--Viví unos años muy bonitos, yo no sé los cursos que habré hecho de renovación pedagógica, sin puntos ni títulos ni historias. Y nació un movimiento asambleario en el que me involucré mucho. Allí, en aquellas asambleas clandestinas, conocí a Julio Anguita y a Herminio Trigo. Muchos enseñantes nos metimos en los sindicatos verticales pensando que aquello tenía que dar un vuelco. Otra chica y yo informábamos desde las escaleras y la mayoría de las veces llegaba la policía diciendo: "Ya están estas soltando el mitin". Y nos echaba. Me movía mucho y tomé autoridad. Y cuando llegó la democracia fui de los fundadores de Ustea. En la enseñanza he disfrutado muchísimo. Han sido 30 años en la Trinidad y no hay sitio en que no encuentre a un alumno. Cuando mi hijo Rafael tomó posesión como magistrado del Tribunal Supremo la policía de la puerta me dijo que yo había sido su maestra.

--¿Cómo fueron los años de la clandestinidad?

--Muy interesantes. Rafael y yo íbamos mucho por el Cineclub Senda. Y por el Círculo Juan XXIII, por supuesto. Tengo el carnet número 11, a nombre de Luisa Jimena de Sarazá . ¡Y eso que era el núcleo más progre de Córdoba! (ríe). Conocimos a gente importantísima, Felipe González, nuestro amigo del alma Juan María Bandrés, Carlos Cano, que vino a cantar... Nos suspendían esto y hacíamos lo otro, nos echaban de un sitio y nos íbamos más allá. Más de una vez nos acogió Joaquín Canalejo abriéndonos la puerta por la sacristía de la Compañía. Y la policía vigilando. Un agente hasta se ofreció una noche de lluvia a taparme con su paraguas. Fueron años duros. Notábamos el teléfono intervenido y no nos dieron el pasaporte para viajar. Yo conservo una de las bolas que arrojaba la policía en las manifestaciones. Pasamos miedo, y noches quemando papeles, pero éramos jóvenes y teníamos mucha fuerza.

--Y ahora, ¿cómo canaliza sus energías?

--Pues mira, me apunté a la Cátedra Intergeneracional --aunque estoy de año sabático--, a clases de Música con Pilar García Entrecanales, fascinantes, y de Arqueología, que siempre me ha gustado, con Desiderio Vaquerizo. Ahora soy voluntaria del Museo Arqueológico. Los maestros tenemos tanto vicio de enseñar que cuando no nos dejan hacerlo cobrando nos ponemos a enseñar gratis.