Parejas acarameladas, familias y grupos de jóvenes pasean entre la algarabía del Puente Romano. Todos llevan el mismo rumbo, el que marca el aroma de la salchicha a la parrilla, el jamón horneado y las crêpes calientes. Ahora que juglares, bufones y caballeros ambientan el mediodía, la escena anacrónica instalada en el casco histórico tiene un aire incluso renacentista.

Una chica no puede disimular su salivar frente al puesto de golosinas fabricadas con productos naturales «¡Oh, Dios, de arroz con leche!». También las hay de mojito y de pomelo. La caseta del dulce húngaro está a rebosar. Los comerciantes de la interminable hilera de puestos adoptan una actitud mística cuando los posibles clientes se fijan en los colgantes de polvo de hadas o en las piedras preciosas «mágicas» que corresponden a sus signos del zodiaco. «Si eres Virgo, te conviene la aventurina verde, porque absorbe tu energía negativa» o «Si te portas bien, el hada Titania te ayudará». El perfume del queso de cabra se mezcla con el del cuero, la cúrcuma, el jabón casero, las rosas de madera perfumada y las garrapiñadas. Tras una jornada de emociones intensas, la luna se sube a la Calahorra, el público se protege en las carpas del relente. Por encima de las mesas alargadas vuelan platos de calamares fritos, costillas, kebabs, crepes, cuernos llenos de vino caliente, jarras de cerveza y patatas asadas. Cuesta creer que hace seis siglos se comiese así de bien. Pero ahí están los cochinillos, girando sin parar durante otro fin de semana de enero, dándonos otra razón para reunirnos y dejarnos llevar al medievo.