La violencia machista es la expresión irracional de una debilidad, el intento desesperado de quien busca camuflar su cobardía. María Dolores Luque no tuvo una infancia fácil, aunque la recuerda como un tiempo feliz. "Mi padre, por los antecedentes de izquierdas de la familia, fue un proscrito durante la Posguerra, así que hasta los ocho años estuve de cortijo en cortijo huyendo de las represalias", afirma. La mayor de cuatro hermanos, no pudo ir al colegio porque para cuando la familia consiguió asentarse en Córdoba, en el barrio del Naranjo, ella tuvo que ayudar en casa a cuidar de los pequeños. "Mi padre era un hombre culto que educó a sus hijas y a sus hijos en los mismos valores, él me enseñó a leer, a escribir y lo que sé de matemáticas". Como muchas familias de la época, la suya se apretujaba en una habitación de una casa de vecinos.

Con 14 años, María Dolores conoció al que con 18 se convirtió en su marido, el padre de sus dos hijos. "Cuando lo conocí, no dudé en que quería formar una familia con él y aunque en ese momento pensé que teníamos muchas cosas en común, con el tiempo me di cuenta de que éramos polos opuestos". Al principio, las cosas fueron bien. "El era un hombre muy trabajador, sin vicios de ningún tipo, que traía un jornal a casa primero como albañil y luego como conductor de un camión". Ella también trabajaba. "Con 21 años abrí mi propio negocio". Echando la vista atrás, después de haber pensado mucho sobre lo que ha vivido, María Dolores afirma que la pareja no funcionó porque "yo era muy rebelde, pura libertad y él un cobarde, un celoso y un inseguro, a pesar de ser siete años mayor que yo". Dice eso y al segundo añade. "Ojo, de eso me he dado cuenta después y he de decir que tampoco me arrepiento de nada".

15 años de sufrimiento

El matrimonio duró 32 años, pero tuvo dos fases. "Los primeros 16 años, los que yo recuerdo como felices a pesar de todo, tuvimos muchas peleas en las que él acababa pegándome", cuenta, al tiempo que muestra algunas cicatrices. "Yo siempre excusaba los moratones y la vida seguía". Según relata, estaba segura de que él cambiaría con el paso del tiempo, que su educación machista no podía ser más fuerte que lo que ambos habían construido. Pero el amor se acabó y él no cambió. El punto de inflexión llegó cuando su hijo, con 14 años, exigió a ambos que enterraran el hacha de guerra. "Ahí comenzó mi infierno. Dejamos de discutir, pero él empezó a ir con otras mujeres... Y yo solo conseguí caer en la ruina total". Fruto de la dejadez de él, ella acabó perdiendo el negocio y se marchó a vivir a casa de su madre, con quien aún reside.

Nunca denunció su maltrato, pero sí el que vio contra su hija. "El problema de la violencia machista es que nos da vergüenza contarla y aguantamos porque nadie quiere reconocer que su marido, su padre o su hijo es así". Convencida de que su entorno sabía lo que pasaba en su casa, no culpa a nadie. "Yo no era la única, en un bloque de pisos se oye todo, había más casos y tampoco yo lo denuncié". Aún vive con miedo, pero está segura de que guardar silencio no es la solución. "Hay que buscar una vía para acabar con esto, cambiar la mentalidad de hombres y mujeres". Y eso lleva tiempo. "Mientras no reconozcamos lo que está pasando y hagamos todos porque esto cambie, seguirán muriendo mujeres", sentencia. Para evitarlo, en su opinión, lo primero es asumir que "la familia es lo mejor que te puede pasar, pero cuando el amor se acaba, la hipoteca y los niños siguen, así que estamos condenados a entendernos".