Antes, cuando el tiempo y los desengaños no se le habían echado aún encima, a José Córdoba le gustaba recibir a los periodistas, aunque fuera en su casa, endomingado y luciendo estatus de patriarca gitano, con bastón al alcance de la mano lucido como cetro cañí --sin prepotencia, con sencilla naturalidad-- y sortijones de oro macizo adornando sus manos regordetas. No era una pose altiva, sino una forma de escenificar la circunstancia de sentirse centro de atención mediática y agradecerla a su manera, consciente de que se le ofrecía la ocasión de mostrar la esencia de su gente, tan desconocida fuera de tópicos. Ahora José, el patriarca de nombre y porte bíblico, no está para fiestas. Ha perdido casi todo, pero le queda su orgullo de raza.