Ser jurado es una experiencia que, en tiempos convulsos como los actuales, debería vivir todo el mundo. Para alguien sin nociones de Derecho, afrontar la responsabilidad de decidir, basándote en una serie de pruebas, si un acusado es culpable o inocente y, al mismo tiempo, cerciorarte de que se hace justicia con las víctimas de un delito, es una cosa muy seria. Una cosa que no hay que tomar a la ligera y que, de alguna forma, te reconcilia con el sistema y sus retrasos.

Todo el mundo siente un pellizco cuando recibe el sobre que anuncia que tu nombre está entre los candidatos a formar parte de un jurado popular. La sensación de que estás ante algo importante se mezcla con el miedo a meter la pata o a que el acusado (normalmente de un crimen), si es declarado culpable y va a la cárcel, se quede con tu cara y busque venganza.

Recuerdo bien la mañana en que tuvo lugar la selección del jurado del que formé parte. De los 36 elegidos, apenas fuimos 25. El resto había presentado alegaciones. Uno a uno, fuimos pasando ante el juez y los abogados de la defensa, la fiscalía y la acusación para contestar a las preguntas que pueden dar pie a que te descalifiquen. Los nervios se mascaban, una mujer hablaba de sus problemas de ansiedad, otros se preguntaban si podrían volver al trabajo y el resto se mantenía expectante a la espera de acontecimientos. En un momento dado, el auxiliar dejó marchar a un grupo de personas y el resto fuimos conducidos a la sala, donde se nos informó de que habíamos sido elegidos. El juicio daría comienzo en cuestión de minutos.

Un hombre estaba acusado de matar a otra persona y nosotros tendríamos que decidir sobre su culpabilidad o inocencia. Glup. La presentación de las pruebas periciales y los interrogatorios a testigos se prolongaron durante dos días. En cada sesión, tu cabeza se llena de detalles escabrosos y testimonios contradictorios. Dudas y certezas se mezclan hasta el momento de las deliberaciones. Es ahí, a puerta cerrada, aislados, con la promesa de guardar secreto de todo lo que se hable, cuando las cartas se tienen que poner sobre la mesa y nueve personas muy diferentes, sin tener ni idea de leyes, se tienen que poner de acuerdo sobre las pruebas presentadas en el juicio. Toca discutir matices, repasar declaraciones y aclarar los entresijos del objeto del veredicto, un texto que en nuestro caso era bastante enrevesado, y que nos dejó la boca seca, cuestión que solo pudimos aliviar con agua del grifo, ya que el presupuesto actual de la Justicia no da para ofrecer agua mineral, según nos informaron.

El agotamiento se hizo visible después de comer (flamenquín, ensalada y revuelto de espárragos). Al sentimiento de claustrofobia se sumó la presión del tiempo y la necesidad de más de uno de tomarse un café, algo imposible, o fumar un cigarro. Y es que las deliberaciones pueden durar horas o días enteros, hasta el punto de que, si llega la noche, los jurados son escoltados a un hotel para seguir aislados hasta que el acta final se presenta al juez.

Cuando el proceso acabó y me reencontré con mi familia, tras varios días de cometarro , sentí alivio y la convicción de que la sentencia había sido muy meditada y era "justa". Al menos, yo pude irme con la conciencia tranquila.