Ayer me comentaba el alcalde de un municipio de Córdoba las situaciones que él y otros colegas suyos de todos los colores del espectro político viven a diario en sus despachos cuando reciben a ciudadanos desesperados por su inexistente economía y piden ayuda para el día a día, para comer. Son vecinos que asumen --no les ha quedado más remedio-- con más rapidez que los políticos y las organizaciones que se han nutrido del ámbito institucional eso de que "no hay dinero". No es que no lo haya, que por mucho que nos hayamos empobrecido de golpe, España no es un país en vías de desarrollo. No lo hay para tantas cosas que lo había, y ahora se trata de que el estado del bienestar no sucumba, para lo que es determinante que los políticos sepan eliminar los gastos superfluos, que en gran medida son los que ellos mismos han generado para mantener tranquila a la población, para que sindicatos y organizaciones empresariales mantuvieran la paz social, para que cada reino de taifas provincial o autonómico tuviera su caja de ahorros, para colocar en buenos puestos a miembros de sus propias organizaciones...

Parece que la población va aceptando que no hay dinero, que hay que ajustarse el cinturón, pero al tiempo crece la rabia, porque los gobernantes no solo no lo saben explicar, sino que se aferran a sus propios privilegios, despertando una ola de indignación que cuidadito. Y la huelga del 14-N a la vuelta de la esquina. Parece, decía, que nos vamos tragando un entorno de despidos, de inconvenientes, de salarios bajos, de rescates impuestos y aplazados, de retroceso en las rentas familiares. No es que se acepte porque guste, digamos que se da por hecho que es lo que tenemos, pero ahí no nos podemos quedar. Se da por hecho que no vendrán grandes inversiones, aunque el ahorro debería ser para eso, para invertir. Se da por hecho que crecerá aún más la economía sumergida, lo que en Córdoba vendría a ser ya un desastre. Se da por hecho que van a la calle maestros, profesores, personal sanitario, periodistas, administrativos de las patronales y sindicatos, trabajadores de la industria (que se suman ahora a los de la construcción) y cualquier asalariado, pues todo empleo está en peligro.

Y ahora qué. Mientras las instituciones --salvando, quizá la Diputación, a la que todavía parece que le quedan fondos para dar lustre a alguna que otra iniciativa-- se instalan en el no puedo, los ciudadanos están desorientados. Esa gran red social que en Córdoba se ha dedicado al perol quizá esté reconduciendo sus objetivos hacia otro tipo de relación social más solidaria. Asociaciones, organizaciones no gubernamentales, Banco de Alimentos, Cruz Roja, Cáritas, Plataforma Stop Desahucios y otros colectivos se están moviendo, multiplicándose frente a las necesidades de sus conciudadanos y a la solidaridad.

Quizá es necesaria una corriente de solidaridad que vaya más allá de la caridad o de la ayuda directa, que abarque los ámbitos laborales, empresariales, universitarios, culturales, educativos, sanitarios, vecinales. Una corriente que aproveche esas redes de Córdoba que nunca afloran pero que existen, y que den un paso adelante los que no quieren una ciudad en la que los jóvenes hagan las maletas, en la que cunda el conformismo, en la que se acepte este destino sin ilusiones. Una corriente ciudadana que pinche a las instituciones en la médula, no para pedir dinero si es que de verdad no lo hay, pero sí para pedir proyectos, facilidades para desarrollarlos, un clima de esfuerzo y colaboración. Porque dejarse prender por el desánimo ahonda el hundimiento.

Hay que combatir la desesperanza; no dejarse vencer.